El Evangelio de hoy, personalmente, me costó años y años empezar a comprenderlo. Aparentemente, el Señor es tremendamente duro y no faltaría quien piense que es un poco supremacista judío, que lo importante son las ovejas descarriadas de Israel y luego ya, secundariamente, los demás, los gentiles. Pero Jesús ama a todos los hombres por igual. Entonces, ¿por qué hace esto?
La respuesta es sencilla, pero quizás no nos termine de gusta: para hacernos más humildes, para dejarnos claro que Dios es Dios y nosotros simplemente hombres. Que la caridad tiene un orden y, en la historia de la salvación, ha comenzado por el pueblo elegido. ¡Y esto no es malo para quien tiene fe! Porque ahí está la clave de comprensión de este episodio: Jesús llega a quien tiene fe. Dicho de otro modo, a quien tiene fe todo le llega, porque se da cuenta de que lo importante no es alcanzar tal o cual gracia, sino vivir en la voluntad de Dios, que está por encima de todo deseo personal.
La cuestión es que nos falta fe muchas veces, pero especialmente cuando el Señor no nos concede algo que le pedimos. Esto puede pasar, principalmente, por tres motivos (hay más):
– Dios quiere purificar nuestro deseo sin cambiarlo.
– Dios quiere corregir el deseo y cambiarlo.
– Dios niega lo que pides porque no pides lo que es bueno.
Y todo esto lo vivimos desde la certeza de que Dios siempre nos dará aquello que máximamente nos convenga. Si alcanzamos este nivel de confianza en el Señor veremos esos milagros como la curación de la hija de la mujer del evangelio de hoy.
Una planilla muy clara para vivir nuestra fe y saber pedir desde ella es el Padrenuestro, que una oración que resume y recoge toda oración posible y en orden al plan de Dios. Cada vez que pidas algo, piensa si lo puedes insertar en alguna de las peticiones de la oración dominical. Y espera con fe y de rodillas ante el Señor sabiendo que no sólo la mujer y los gentiles, sino que nadie, absolutamente nadie, merece las bondades divinas. Afortunadamente, Él supera ese abismo, se abaja hasta nosotros y nos concede sus gracias. Efectivamente: quien se abaja no es, en verdad, esta mujer, sino el mismo Dios que se hace hombre y atiende a las necesidades de todos y cada uno de nosotros. Por eso no hay mayor humildad que la de Dios.