A ver si el Señor te ayuda con los ejemplos de hoy para que no vivas la vida como si no hubiera un mañana, porque hay un mañana, el mañana de la otra vida. En tiempos de Noé la gente comía y bebía, llegó el diluvio y se los llevó a todos. Con Sodoma pasó igual, los habitantes estaban dedicados a sus placeres hasta que en un tris todo se evaporó. Si has estado en Pompeya, seguro que no puedes quitarte de la cabeza la colección de cadáveres enyesados que muestran al espectador cómo la lava y las cenizas del Vesubio les pillaron in fraganti, metidos en sus devaneos cotidianos, sin la conciencia de que vivían el ultimo día de su vida. Le pasó a Dostoievski cuando ante el pelotón de fusilamiento por “causas poéticas de juventud”, que es como decir por “causas revolucionarias”, supo que iba a morir. Sin embargo, de los rifles de los militares sólo salió un ruido de salvas. Fue un castigo de muy mal gusto para aquella pandilla de jóvenes. Pero el escritor ruso no sólo recibió la advertencia como un susto, sino que tomó conciencia de que cada día uno está siempre al filo de la otra vida, nada está mas próximo al mas allá como la jornada que se tiene entre manos.

Una cosa es vivir la vida con conciencia de provisionalidad, vamos, que el Señor nos ha regalado este tiempo en la tierra para desarrollar nuestra personalidad y meter un pie en el Reino de Dios, y otra vivir la vida como si hubiera que consumirla o agotarla. Los hippies norteamericanos de los sesenta veían que el mundo no iba bien. Sus padres les habían legado un universo moral muy sospechoso tras la Segunda Guerra Mundial, cuya sensación de provisionalidad se había agravado por la crisis de los misiles de principios de los sesenta. Ahora sólo cabía la posibilidad de un futuro de destrucción, el mundo explotaría, nos volveríamos locos y tiraríamos por la borda nuestra civilización. Pues nada, a drogarse, obnubilarse y obtener experiencias-límite con el poder alucinógeno de las sustancias lisérgicas. Un cristiano no agota el día, no es un voraz consumidor de vida, no vive exasperado para sacar de cada día el interés o el placer que bien pueden ser los últimos. El cristiano vive con una sensación en el cuerpo de que la cosa prosigue, “la vida no termina, se transforma” (como dice el prefacio de difuntos). Por eso, sabe que aquí pone los primeros ladrillos del edificio en construcción, pero no cubre aguas. Aquí se vive medio cubierto, medio a la intemperie.

Nosotros no vivimos con el miedo en el cuerpo porque todo se va a consumir en una pira de cenizas. El cristiano da, regala, no amontona ni cuenta, así vive libre, como aquella anécdota de San Juan Pablo II en la que preguntado si se sentía cansado de un viaje apostólico por varios países africanos, presuntamente asfixiante, el pontífice respondió “no lo sé”. Así vive el cristiano, descentrado de sí. No cuenta los días de esta vida como monedas que se retienen, sino que, como niños generosos da de sus chuches a todos, porque sabe que su bolsa no se agota.