Comentario Pastoral


«SEÑOR, SI QUIERES, PUEDES LIMPIARME»

Es ésta la invocación, el grito de esperanza de un leproso marginado de la sociedad, emblema viviente del dolor del mundo, máscara desfigurada de la corrosión del mal físico. Por eso la curación instantánea de un leproso pone de relieve la humanidad profunda de Jesús ante la horrible lepra, enfermedad muy común en la antigüedad y aún presente en el mundo moderno, donde existen veinte millones de leprosos.

Para los antiguos hebreos el leproso era un condenado a la muerte y un excluido del consorcio humano, porque concebían la lepra como un castigo de Dios al pecador. Esta enfermedad era interpretada, más que en el plano médico, bajo un sentido religioso y cultural. El leproso era un hombre «inmundo», incapaz de cumplir los actos de culto con la comunidad, y un «excomulgado», que debía alejarse física y moralmente de cualquier contacto con los otros hombres. Los leprosos, muy desgraciados en su cuerpo, solamente podían lamentarse en la soledad, en la miseria y en el abandono.

Los rabinos comparaban la curación de la lepra con la resurrección de un muerto. Por eso Jesús, al hacer este milagro se declara implícitamente Mesías. Así es reconocido por el leproso desgraciado, que lleno de coraje y superando la segregación que imponía la Ley, se acerca al Maestro de Nazaret para implorar la curación y ser librado del infierno del sufrimiento físico y moral.

A la plegaria humilde del leproso, «si quieres, puedes limpiarme» y a su gesto de adoración y de fe, Jesús responde usando sus mismas palabras: «quiero, queda limpio» tocando con la mano al «intocable» según la ley. En este milagro, como en todas sus obras, Jesús revela la gratitud y la universalidad del amor de Dios: donde los hombres brillan despreciando a los infelices, él manifiesta respeto y solidaridad; donde los hombres discriminan, él acoge; donde los hombres condenan, él absuelve.

Cristo está sistemáticamente presente en el campo del dolor, en esta zona fronteriza de la existencia humana. Su presencia es una lucha continua contra el mal y los límites, naturales o impuestos por los hombres. Por encima de las exigencias legalistas de los puritanos o de los egoísmos de los bien instalados, Jesús acude a donde está el dolor. Allí también deben hacerse presentes los cristianos. El que los médicos y enfermeras tengan su trabajo y responsabilidad concreta en el campo sanitario y asistencial, no exime a los cristianos de la práctica de las obras de misericordia, para testimoniar el amor y la compasión ante cualquier hombre que sufre.

Andrés Pardo

 

Palabra de Dios:

Levítico 13, 1-2. 44-46 Sal 31, 1-2. 5. 11
Corintios 10, 31-11, 1 san Marcos 1, 40-45

 

de la Palabra a la Vida

Conviene conocer la legislación judía sobre la lepra para comprender las lecturas que hemos escuchado hoy. Ante la enfermedad de la lepra, la ley de Israel era clara: el impuro ha de alejarse del campamento gritando para que nadie se le acerque. A la enfermedad se sumaba así la exclusión social y la discriminación religiosa. Aún más… la falta de esperanza. Una vez contraída una enfermedad que nadie iba a poder curar, poco puede esperarse de la vida. Para el resto, ya que no podían curarlos, todo lo que se podía esperar era que no se acercaran, que nadie se contagiara. Es una imagen tan propia de nuestro mundo, puede enseñarnos tanto esta imagen para aprender a relacionarnos después de casi un año de pandemia que ya llevamos…

La situación es tan pobre que solamente Cristo se atreve a meterse en ella. La enfermedad que deshace al hombre es una imagen de lo que el pecado es para nosotros. El salmo responsorial lo deja bien claro: «había pecado, lo reconocí». Ahora entendemos bien de lo que se trata la presencia de Cristo en nuestra vida, en nuestro mundo: Él ha querido ponerse en medio para ofrecer una salud que el hombre por sí solo no podía darse. La comunión que experimenta con el Padre es tan fuerte que puede ponerse en medio de nosotros y no contagiarse Él por el pecado, sino al contrario, contagiarnos a nosotros su santidad. Nos podríamos preguntar, para entenderlo: ¿A qué venceremos antes, al virus o al pecado?

Solamente una vida en la que la comunión con Dios es profunda y viva puede situarnos seguros en medio del pecado para transformarlo en gracia. Cristo sabe de su santidad, que no encuentra obstáculos nada más que en un corazón terco, pero el caso del evangelio no es así. Por eso su presencia es sanadora. Él no sólo quiere comunicar gracia, quiere hacerse presente para hacer fuerte al hermano. No le basta con curar, quiere santificar, para que otros puedan ponerse también en medio del pecado y transformarlo.

¿Quién se pone hoy a transformar el mal en bien? ¿De dónde nos salen las fuerzas para ello? De Cristo, en medio de la debilidad y de la muerte. En la celebración de la Iglesia, reconocemos que Cristo se hace presente en medio de nosotros. Desde el principio de la celebración escuchamos una y otra vez: “El Señor esté con vosotros”. No hay duda de su presencia. No es una presencia sensible, no le vemos, no le sentimos. Sólo sabemos que está, para que no se nos olvide se nos proclama su presencia. Viene a ofrecernos su salvación y su vida. A sacarnos de «este valle de lágrimas» para conducirnos de vuelta al campamento, al reino del cielo, fortalecidos, rehabilitados. Viene para darnos lo que es suyo y para llevarnos a la que es su casa. Así manifiesta su inmenso poder sobre la muerte.

Solamente una Iglesia que se haga fuerte en la recepción de los sacramentos puede ponerse en medio del mundo para comunicarle salud, sin contagiarse del mal y del pecado. Solamente una Iglesia que experimenta la comunión con el Santo de Dios puede santificar donde otros condenan, olvidan, rechazan, aíslan, atacan, hasta en nombre de Dios. ¿Aceptaremos la propuesta de Cristo? ¿Qué siente nuestro corazón ante este evangelio? ¿Qué actitudes nos animan a trabajar?

En la presencia de Cristo hay una fuerza especial, la que viene del Padre. Nos pide no quedarnos al margen, sino vivir como discípulos misioneros, salvados por Cristo que, con humildad, ofrecen la gracia y la vida. Es así porque también nosotros hemos escuchado de sus labios: ”Quiero, queda limpio”.

Diego Figueroa

 

al ritmo de las celebraciones


Algunos apuntes de espiritualidad litúrgica

Terminado el cántico, en los Laudes se tienen preces, consagrando a Dios el día y el trabajo; a las Vísperas, las preces son de intercesión (cf. nn. 179-193).

A continuación de dichas preces o intercesiones, recitan todos el Padrenuestro.

Una vez recitado el Padre nuestro, se dice inmediatamente la oración conclusiva que figura en el salterio, para las ferias extraordinarias, y en el Propio, para los demás días.

Si es un sacerdote o un diácono el que preside despide luego al pueblo con el saludo «El Señor esté con vosotros» y con la bendición, lo mismo que en la misa, diciendo a continuación: «Podéis ir en paz» R/ «Demos gracias a Dios». No siendo así la celebración finaliza con «El Señor nos bendiga», etc


(Ordenación General de la Liturgia de las Horas, 51-54)

 

Para la Semana

 

Lunes 15:

Gn 4,1-15.25. Caín atacó a su hermano Abel y lo mató.

Sal 49. Ofrece al Señor un sacrificio de alabanza.

Mc 8,11-13. ¿Por qué esta generación reclama un signo?
Martes 16:

Gn 6,5-8;7,1-5.10. Borraré de la superficie de la tierra al hombre que he creado.

Sal 28. El Señor bendice a su pueblo con la paz.

Mc 8,14-21. Tened cuidado con la levadura de los fariseos y con la de Herodes.
Miércoles 17:
Miércoles de Ceniza. Feria.

Jl 2, 12-18. Rasgad los corazones y no las vestiduras.

Sal 50. Misericordia, Señor: hemos pecado.

2 Cor 5, 20-6, 2. Reconciliaos con Dios: ahora es tiempo favorable.

Mt 6, 1-6. 16-18. Tu Padre, que ve en lo secreto, te lo pagará.

Jueves 18:
Jueves después de Ceniza. Feria.

Dt 30, 15-20. Hoy te pongo delante bendición y maldición.

Sal 1. Dichoso el hombre que ha puesto su confianza en el Señor.

Lc 9, 22-25. El que pierda su vida por mi causa la salvará.
Viernes 19:
Viernes después de Ceniza. Feria.

Is 58, 1-9a. Este es el ayuno que yo quiero.

Sal 50. Un corazón quebrantado y humillado, tú, Dios mío, no lo desprecias.

Mt 9, 14-15. Cuando se lleven al esposo, entonces ayunarán.
Sábado 20:
Sábado después de Ceniza. Feria.

Is 58, 9b-14. Cuando partas tu pan con el hambriento…brillará tu luz en las tinieblas.

Sal 85. Enséñame Señor, tu camino, para que siga tu verdad.

Lc 5, 27-32. No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores a que se conviertan.