Comentario Pastoral


SORDOS Y MUDOS

Señor, ábreme los labios y mi boca proclamará tu alabanza». Es la primera oración cada mañana, de los que celebran el oficio divino. Podría ser también el comienzo de una súplica más amplia y constante de todos los creyentes. El cristiano, ya desde su bautismo cuando era niño, es invitado a tener bien abierto los oídos y la boca, como dice el texto del rito del “Effetá”, que cobra plena actualidad este domingo: “El Señor Jesús, que hizo oir a los sordos y hablar a los mudos, te conceda a su tiempo, escuchar su Palabra y proclamar la fe, para alabanza y gloria de Dios Padre”.

Es muy oportuno meditar hoy el evangelio de la curación del sordomudo, cuando han acabado las vacaciones de verano, las escuelas y colegios empiezan a abrir sus puertas, se reanuda el ritmo ordinario de trabajo en oficinas y negocios, y, sobre todo, cuando las comunidades cristianas comienzan a programar el curso pastoral. Con la serenidad que es fruto del descanso hay que prestar oído atento al susurro de lo transcendente y al eco de lo divino.

En un mundo en que hay mucha sordera para los gritos de los pobres y demasiados silencios deliberados y persistentes por intereses engañosos y egoístas, el cristiano debe escuchar y hablar. El hombre de fe se distingue por su sensibilidad para percibir, en medio de los ruidos del mundo, la voz de Dios y por su compromiso en hablar palabras de verdad, que cantan la alabanza del Señor y proclaman su nombre en medio de los hermanos. Quien tiene oídos nuevos y los labios liberados del mal tiene también ojos abiertos para los demás, mano extendida hacia los necesitados, corazón limpio para testimoniar el amor verdadero.

Cristo dijo al sordomudo tocando sus oídos y su lengua: “effetá”, esto es, ábrete. Esta apertura física, fruto de la curación milagrosa, debe llevar a la apertura interior y espiritual. El hombre está demasiado encerrado en sí mismo, en sus problemas de horizonte pequeño. Abrirse a la fe es acoger la salvación, abandonar el recurso a las propias energías, confiar fundamentalmente en Dios, ver la luz de la esperanza. Para no ser sordos a la Palabra de Dios y sobre todo para poderla testimoniar con palabras y en la vida, hay que llegar al verdadero conocimiento de las Escrituras, transmitidas e interpretadas por la Iglesia.

Andrés Pardo

 

Palabra de Dios:

Isaías 35, 4-7a Sal 145, 7. 8-9a. 9bc- 10
Santiago 2, 1-5 san Marcos 7, 31-37

 

de la Palabra a la Vida

La liturgia de la Palabra de hoy nos muestra la diferencia entre un optimismo con fundamento y una falsa profecía: “Han brotado aguas en el desierto”, así resume el profeta Isaías en la primera lectura de hoy la maravillosa acción de Dios en favor de los hombres que ha comenzado y, aunque aún no se ha completado, tiene fundamento.

Las aguas que brotan en el desierto resultan un hecho tan asombroso que sirve bien para anunciar que, entre los hombres, nace Dios. De tal manera que, lo que Dios anunciaba por los profetas, lo realiza por medio de su Hijo. En medio de un mundo que se ha convertido en corrupción, en pecado, en alejamiento de Dios, sucede algo asombroso: Dios se acerca. Se acerca tanto que se confunde… pasa como uno más, salvo para los corazones despiertos, que son capaces de creer que ese Jesús cumple lo que profetizaba Isaías. Cuando alguien ve a Jesús de Nazaret hacer esos milagros, esas curaciones, cuando escucha de sus labios sus palabras de perdón o de enseñanza, puede, por acción de la fe, anunciar que “han brotado aguas en el desierto, torrentes en la estepa; el páramo será un estanque, lo reseco un manantial”, es decir, puede, por la guía de la fe, reconocer que ese que está delante es el que “todo lo ha hecho bien”, es el enviado de Dios, el Hijo de Dios.

Han pasado siglos desde las palabras de Isaías, y sin embargo, aquellos que sean perseverantes, aquellos que confíen en la perseverancia de Dios, en su constante preocupación, en la firmeza de su Alianza, aquellos que canten con el salmo que “el Señor mantiene su fidelidad perpetuamente “, no tendrán problema en reconocer que en Jesús se cumple el tiempo, se alcanza lo que para el hombre es inalcanzable, mas no para Dios. Rápidamente alguien podrá objetar que sí, que aquello es muy bonito, y que sin embargo lleva en la Iglesia veinte, cuarenta, ochenta años, creyendo, y aun no han visto semejantes cosas, que no ven cada domingo, o uno al año, ser curado un ciego o un paralítico en misa, y empezar a ver o echar a correr.

Sin embargo, eso que sí se anuncia para todos en la misma presencia del Señor, es decir, a su vuelta, sucede ahora en la forma en la que el Señor ha querido quedarse entre nosotros, es decir, en los sacramentos. Ellos son el fundamento, son fundamentales. Llevamos toda la vida celebrando sacramentos, viniendo a la iglesia, y, ¿no son nuestras celebraciones aquellos desiertos en los que brotan las aguas de la salvación, el río de la gracia? ¿no sucede en ellas que llegando nosotros, débiles y pecadores, ciegos, heridos, tristes, recibimos una gracia que nos repone para hacer el bien, para seguir al Señor, para verle y escucharle en la vida? El desierto de nuestra asamblea cobra vida porque el Señor con toda su potencia se hace presente en medio de ella, tal y como ha prometido, y confiere la gracia, recrea, salva. En los tiempos sacramentales que nos ha tocado vivir, la acción de Cristo es también así, sacramental: es decir, requiere la fe, una visión mejorada de las cosas, atada no a un poco de la realidad, sino a toda ella.

Por eso, las lecturas de hoy nos invitan a valorar lo que recibimos, a desear participar en la liturgia de la Iglesia, a aprender a contemplar en ella las palabras y las acciones de Dios, y a que podamos salir de ellas en el colmo del asombro: es decir, contemplando a Dios en medio de los hombres, su poder con nuestra debilidad, su santidad con nuestra flaqueza, que nos ayuden a afirmar también nosotros que, como en el Génesis, al principio, Dios “todo lo ha hecho bien”.

Diego Figueroa

 

al ritmo de las celebraciones


Algunos apuntes de espiritualidad litúrgica

El Espíritu y la Iglesia cooperan en la manifestación de Cristo y de su obra de salvación en la liturgia. Principalmente en la Eucaristía, y análogamente en los otros sacramentos, la liturgia es Memorial del Misterio de la salvación. El Espíritu Santo es la memoria viva de la Iglesia (cf Jn 14,26).

La Palabra de Dios. El Espíritu Santo recuerda primeramente a la asamblea litúrgica el sentido del acontecimiento de la salvación dando vida a la Palabra de Dios que es anunciada para ser recibida y vivida:

“La importancia de la Sagrada Escritura en la celebración de la liturgia es máxima. En efecto, de ella se toman las lecturas que luego se explican en la homilía, y los salmos que se cantan; las preces, oraciones e himnos litúrgicos están impregnados de su aliento y su inspiración; de ella reciben su significado las acciones y los signos” (SC 24).


(Catecismo de la Iglesia Católica, 1099-1100)

 

Para la Semana

Lunes 6:

Col 1, 24-2, 3. Nombrado servidor de la Iglesia para llevar a plenitud el misterio escondido
desde siglos.

Sal 61. De Dios viene mi salvación y mi gloria.

Lc 6, 6-11. Estaban al acecho para ver si curaba en sábado.
Martes 7:

Col 2, 6-15. El Señor os vivificó con él, y nos perdonó todos los pecados.

Sal 144. El Señor es bueno con todos.

Lc 6, 12-19. Pasó la noche orando. Escogió a doce, a los que también nombró apóstoles.
Miércoles 8:
Natividad de la Bienaventurada Virgen María. Fiesta.

Miq 5, 1-4a. Dé a luz la que debe dar a luz.

O bien: Rom 8, 28-30. A los que Dios había conocido de antemano los predestinó.

Sal 12. Desbordo de gozo con el Señor.

Mt 1, 1-16. 18-23. La criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo.

Jueves 9:
Santa María de la Cabeza, esposa de san Isidro labrador. Memoria.

Col 3,12-17. Por encima de todo, el amor, que es el ceñidor de la unidad consumada.

Sal 150. Todo ser que alienta alabe al Señor.

Lc 6,27-38. Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo.
Viernes 10:

1Tim 1, 1-2. 12-14. Antes era un blasfemo, pero Dios tuvo compasión de mí.

Sal 15. Tú eres, Señor, el lote de mi heredad.

Lc 6,39-42: ¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego?
Sábado 11:

1Tim 1, 15-17. Vino al mundo para salvar a los pecadores.

Sal 112. Bendito sea el nombre del Señor por siempre.

Lc 6, 43-49. ¿Por qué me llamáis «Señor, Señor», y no hacéis lo que digo?