Comentario Pastoral


SER PRINCIPAL EN LA IGLESIA

Poderse sentar a la derecha o a la izquierda del rey significa participar de su dignidad, estar vinculado a su poder o tener puesto singular en la jerarquía sucesoria. El protocolo y ceremonial aristocrático sabe mucho de este tema. Los apóstoles Santiago y Juan (nos lo narra el evangelio de este vigésimo noveno domingo) piden un lugar de privilegio en el reino de Dios; quieren ser tenidos en cuenta a la hora del reparto de las prebendas. Pero no saben lo que piden, pues tienen una idea y concepción falsa del Reino que instaura Jesús. Su osada demanda es ingenua y orgullosa.

Cambiemos de escena y decoración. En el Calvario Jesús, cosido al trono de la cruz, tiene a su derecha y a su izquierda a dos malhechores. Él es «rey de los judíos» según reza la inscripción. ¿Por qué están a su lado dos bandidos en vez de los dos discípulos que habían solicitado estos puestos? Es enormemente interpelante este momento supremo, en el que Cristo manifiesta su realeza salvífica. Y de nuevo se oye una petición en el Calvario; la hace uno de los ladrones crucificados junto a Jesús: «Acuérdate de mí cuando llegues a tu reino». Y esta súplica alcanza el primer lugar de privilegio en el Reino: “hoy estarás conmigo en el Paraíso”.

Muchas veces a los cristianos nos pasa como a Santiago y Juan. Tenemos idea falsa de cuales son los puestos principales en el Reino de Dios; seguimos pensando con categorías mundanas de poder y riqueza, en asientos de gloria pasajera. Por eso la réplica de Jesús a los apóstoles sigue siendo muy actual. “No sabéis lo que pedís”. Él es rey sin corona de oro, pero coronado de espinas; su trono es un madero que sirve de patíbulo; y quiere que seamos capaces de beber el cáliz amargo del sufrimiento para estar junto a él.

Hay que tener siempre bien presente que el códice y baremo por el que se miden y rigen la autoridad y los puestos principales en la Iglesia es diverso y auténtico al de la vida política, que se basa fundamentalmente en el dominio, la primacía y el disfrute de privilegios. Cualquier responsabilidad en el campo cristiano es, debe ser, servicio, humildad, alegría por el crecimiento del otro y el bien del prójimo. El gran signo de Jesús es entregar su vida hasta la muerte por amor a todos. Por eso el amor transforma el dolor en signo salvífico. El gran privilegio de los discípulos del crucificado es sufrir amando.

Andrés Pardo

 

Palabra de Dios:

Isaías 53, 10-11 Sal 32, 4-5. 18-19. 20 y 22
Hebreos 4, 14-16 san Marcos 10, 35-45

 

de la Palabra a la Vida

Las lecturas de este domingo manifiestan la belleza de la pedagogía con la que la Iglesia nos instruye cada semana: Llevamos en el Tiempo Ordinario desde junio, en el seguimiento de Cristo, de domingo a domingo… con su Palabra, unidos a Él, ha ido preparando nuestro corazón para que podamos decidir como Él en los momentos cruciales, en los momentos decisivos. Estamos llegando al final del tiempo, del año litúrgico, que en estos últimos domingos nos hablarán de la escatología, del final de todo, y por lo tanto a los momentos de permanecer con el Señor.

Es por eso que el domingo anterior escuchamos una mala elección, pobre en sabiduría, la del joven rico, y es por eso que hoy se nos presenta cómo eligen, cómo razonan, los discípulos… los primeros sitios… «Que cuando todo este camino pase, nosotros tengamos los mejores sitios». Hasta en la Iglesia, como a los apóstoles, se nos ha colado esta mentalidad, y los llamados a servir ambicionan los primeros sitios en tantas ocasiones. Por eso, este domingo, a la escucha de este evangelio, Jesús nos quiere preguntar también: ¿Qué vais a dejar vosotros? ¿Hasta cuanto estáis vosotros dispuestos a dejar? ¿Los mejores sitios? ¿Los que quieres? Los discípulos han sido capaces de dejar su casa, pero no sus ambiciones. Han sido capaces de dejar atrás a sus familias, pero no sus sueños de éxito, han dejado incluso un trabajo seguro, pero no sus planes y sus aspiraciones. Por eso, los discípulos tienen que aprender que ellos no son los primeros en nada más que en la entrega de la propia vida.

El camino de Jesús con los discípulos es un camino en el que busca ensanchar su corazón, abrirlo para que puedan acoger ese ser último que no tiene ninguna gracia, que está lleno de incomodidades y dificultades. ¿Por qué los prepara para ello? Porque eso es lo que más los une con Jesús. Nada de lo que puedan elegir, nada de lo que puedan hacer o esforzarse, les va a unir tanto con Él. En los sitios más cómodos, más placenteros, no está Jesús. No, ahí no está. Y los discípulos han de estar donde esté Jesús. Esta unión con los discípulos está representada en la imagen del cáliz: el cáliz es la imagen de su unión y también de la nuestra, es el signo de la nueva Alianza. «Mi cáliz lo beberéis». Por esto, acercarse a comulgar, acercarse al altar y decir «Amén» no es ni más ni menos que aceptar lo que más nos acerca a Jesús, es reconocer que hay en nosotros una disposición a abandonar aquello que nos aleje de Él, aquello que nos haga murmurar o planificar acerca de cómo mantener privilegios, facilidades, reconocimientos, y a la vez seguir al Señor. No, no se puede, porque «mi cáliz lo beberéis».

La Iglesia nos advierte, entonces, al llegar este domingo con estas lecturas, acerca de la importancia que tiene también nuestra forma de decir «Amén»: la llamada del Señor a los discípulos es gratis, sin embargo no les sale gratis, les lleva a beber del cáliz. La llamada que el Señor nos hace cada domingo a su altar, con la que nos invita a entrar en comunión con Él, es gratis, pero no sale gratis, pues nos compromete a una vida entregada como la suya. Nuestra celebración y nuestra vida están tan unidas como lo estaban el camino de los discípulos con el maestro y el cáliz. ¿Vemos la relación entre lo que celebramos y lo que vivimos? ¿Estamos dispuestos a participar en esa entrega, ya anunciada por Isaías, del Señor y de su pueblo? ¿estamos convencidos de que el Señor nos cuida, de que el cáliz es signo de unidad incluso en la dificultad?

Llegamos al final, no podemos perder de vista a Jesús; no en lo que dice, pero tampoco en lo que hace. Así, su camino de humilde servicio a los hombres será visible si nosotros, sus discípulos, lo aceptamos también para nuestra propia vida.

Diego Figueroa

 

Algunos apuntes de la espiritualidad litúrgica

 

Toda la vida litúrgica de la Iglesia gira en torno al Sacrificio Eucarístico y los sacramentos (cf SC 6). Hay en la Iglesia siete sacramentos: Bautismo, Confirmación o Crismación, Eucaristía, Penitencia, Unción de los enfermos, Orden sacerdotal y Matrimonio (cf DS 860; 1310; 1601). En este artículo se trata de lo que es común a los siete sacramentos de la Iglesia desde el punto de vista doctrinal. Lo que les es común bajo el aspecto de la celebración se expondrá en el capítulo segundo, y lo que es propio de cada uno de ellos será objeto de la segunda sección.

“Adheridos a la doctrina de las Santas Escrituras, a las tradiciones apostólicas […] y al parecer unánime de los Padres”, profesamos que «los sacramentos de la nueva Ley […] fueron todos instituidos por nuestro Señor Jesucristo» (DS 1600-1601).

(Catecismo de la Iglesia Católica, 1113-1114)

 

Para la Semana

Lunes 18:
San Lucas, evangelista. Fiesta

2Tim 4, 10-17b. Lucas es el único que está conmigo.

Sal 144. Tus santos, Señor, proclaman la gloria de tu reinado.

Lc 10, 1-9. La mies es abundante y los obreros pocos.
Martes 19:
Rom 5, 12. 15b. 17-19. 20b-21. Si por el delito de uno solo la muerte inauguró su reinado, con
cuánta más razón reinarán en la vida.

Sal 39. Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad.

Lc 12, 35-38. Bienaventurados los criados a quienes el Señor, al llegar, los encuentre en vela.
Miércoles 20:
Rom 6, 12-18. Ofreceos a Dios como quienes han vuelto a la vida desde la muerte.

Sal 123. Nuestro auxilio es el nombre del Señor.

Lc 12, 39-48. Al que mucho se le dio, mucho se le reclamará.
Jueves 21:

Rom 6, 19-23. Ahora estáis liberados del pecado y hechos esclavos de Dios.

Sal 1. Dichoso el hombre que ha puesto su confianza en el Señor.

Lc 12, 49-53. No he venido a traer paz, sino división.
Viernes 22:
Rom 7, 18-24. ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?

Sal 118. Instrúyeme, Señor, en tus decretos.

Lc 12, 54-59. Sabéis interpretar el aspecto de la tierra y del cielo, pues ¿cómo no sabéis interpretar
el tiempo presente?
Sábado 23:
Rm 8,1-11. El Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros.

Sal 23. Este es el grupo, que viene a tu presencia, Señor.

Lc 13,1-9. Si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera.