Santos: Prisca, Librada, Faustina, Margarita, vírgenes; Aleógenes, Cirilo, Sulpicio, Venerando y Volusiano, obispos; Vilfrido, obispo y mártir; Leobardo, confesor; Moisés y Amnonio, Jaime Hilario, Atenogenes, mártires; Deícola, abad.

Fue uno de los incontables mártires de la guerra civil española, tristísimo acontecimiento de la primera mitad del siglo XX.

Jaime Hilario nació el 2 de enero de 1898 en Enviny, provincia de Lérida y perteneciente a la diócesis de Urgel. Su nombre de pila fue Manuel; los apellidos Barral y Cosán. Se crió en el ambiente rudo de un pueblo de alta montaña, dedicado a las labores del campo.

Entró en el seminario de la Seo de Urgel, pero tuvo que abandonar los estudios eclesiásticos por una enfermedad de los oídos que será parte de su cruz durante toda su vida. En 1917 entró en el noviciado de los Hermanos de La Salle; fue cuando comenzó a llamarse Jaime Hilario. Un año más tarde empezó su labor de educador y catequista en zona cercana a su tierra natal.

Se le daban bien las composiciones literarias y colaboró en revistas que difundían los valores cristianos. Pero la sordera se acentuó y lo trasladaron a Cambrills (Tarragona) para dedicarse preferentemente a las labores del campo que no necesitaban demasiado de la acústica.

Al estallar la guerra civil española el 18 de julio de 1936, el Hermano Jaime se refugió en una casa amiga de Mollerusa. De ahí lo pasaron a la cárcel de Lérida; luego lo trasladaron a Tarragona y lo encarcelaron en el barco «Mahón» con otros sacerdotes y seglares cristianos.

Le hicieron un juicio sumarísimo el 15 de enero de 1937, renunciando a tener abogado defensor porque iba a decir siempre la verdad, pero aceptó por obediencia la defensa del letrado, señor Juan Montañés, sin permitir que se disimulase en ningún momento su condición de religioso.

¿Qué dictaminó el Tribunal Popular de Tarragona? Lo condenó a muerte. Aceptó el veredicto con serenidad admirable y a continuación escribió una carta a sus familiares en la que expresaba su alegría de morir mártir.

El abogado tramitó la solicitud de gracia, que fue concedida a las otras veinticuatro personas que habían sido juzgadas con él; pero el Hermano Jaime Hilario, el único religioso del grupo, fue ejecutado. No hay lugar a muchas interpretaciones sobre la causa de su condena.

El día 18 de enero de 1937, un poco antes de las cuatro de la tarde, fusilaron a Hilario en el bosquecillo del Monte de la Oliva, junto al cementerio de Tarragona.

Las últimas palabras del mártir a los que iban a fusilarle fueron: –¡Amigos, morir por Cristo es reinar!

Pero no queda aquí la cosa. Sucedió una anécdota curiosa, algo inexplicable y en la que no hay por qué ver necesariamente una intervención sobrenatural: después de dos descargas sucesivas de fusilería, ante el asombro del piquete, el mártir seguía de pie; el grupo se asustó al ver que no caía, tiró las armas y se dio a la fuga lleno de miedo, haciendo necesario que tuviera que acercarse a la víctima el jefe del pelotón de fusilamiento, furioso, para dispararle con la pistola en la sien.

Fue beatificado por Juan Pablo II con los mártires de Turón, sus hermanos de religión, y con el pasionista P. Inocencio de la Inmaculada, que les ayudaba sacramentalmente en aquel momento. El mismo papa los canonizó el 21 de noviembre de 1999.

Aunque a mí personalmente «negociación» es una palabra que no me va por su contenido y carga, no dejo de pedir a Dios muchas negociaciones antes de que se repita una situación parecida a la que dramáticamente soportó España desde el 1936 al 1939. El Hermano Jaime Hilario es solo un exponente.