Ayer me sorprendió un compañero con una reflexión que os quiero compartir. Sentados durante la comida me comentó que había leído el Evangelio del domingo, el discurso de la Sinagoga de Cafarnaún, en el que Jesús, tras leer aquel texto del profeta Isaías en el que se anuncian los signos de que el Reino de Dios ha llegado (los ciegos ven, los cojos andan…) afirma con solemnidad que «hoy», con su presencia salvífica, se cumple dicha profecía.

En su comentario, algo quejoso, me decía que hoy muchos cristianos no se identifican con este evangelio, que no son pobres, no son ciegos, no son cojos… y que en cierta medida no se sienten aludidos, no se sienten invitados, tal vez hasta se sientan «excluidos» de la salvación… y tal vez, este sentimiento se una al que tantas veces se asoma a nuestro día a día en esta sociedad nuestra de las minorías.

A mi me ha chocado, porque para mi siempre ha sido uno de mis Evangelios favoritos, tal vez porque yo siempre me he sentido necesitado del Amor de Dios y siempre he creído que su mano poderosa podía cambiar mis situaciones de límite y de pobreza que son muchas, tal vez no materiales y tan palpables como la pobreza o la ceguera o la cojera, pero si reales y espirituales como mi egoísmo, el pecado… Y parándome en esto me han venido a la cabeza, como un flash, las respuestas que en un grupo de universitarios al que tengo la suerte de acompañar, se produjeron, allá por el mes de septiembre a la pregunta: a ti Dios ¿de qué te tiene que salvar?. Sí, todos respondían automáticamente con la expresión «del pecado», pero a la vez qué complicado se les hacía concretar en su vida esa experiencia.

Creo firmemente que sino se responde a esa pregunta la fe no acaba de encarnarse, es como si no acabase de convertirse en algo real, y por eso puede diluirse en nuestra cómoda secularidad, en realidad, así la fe puede entenderse como algo del fuero interno, de mi intimidad.. Algo similar le había pasado al Pueblo de Israel en el exilio, habían perdido su identidad y por eso resulta tan importante el papel de Esdrás y Nehemías que ayudan al Pueblo a recuperar su identidad. Así aparece reflejado en la primera lectura de hoy.

Tal vez nosotros estamos también viviendo unas especie de destierro del Reino de la fe, que se concreta en una identidad líquida, que se amolda a todo, a la que casi todo le vale, preocupada sólo por la comodidad, diría que por la propia supervivencia o por el propio bienestar, en el cual, la salvación se convierte en un anhelo de los pobres, en un deseo de algunos en lo que no nos acabamos de sentir confortables, como si el traje nos quedase demasiado apretado.

Casi no tengo palabras para cerrar esta reflexión, pero mi intuición es que debemos recuperar la identidad cristiana. Y creo que eso pasa por leer con sinceridad nuestra propia realidad pecadora, limitada, necesitada… de no ser así, Dios se transforma en algo accesorio y la fe se convierte en un rito, en una costumbre amoldable a mis apetencias. El que está saciado de todo no necesita a Dios para nada. Tal vez se entiendan aquí aquellas palabras de san Pablo sobre nuestra debilidad como nuestra verdadera fortaleza.

Sin duda nuestra fortaleza es el amor, y todos sabemos que el amor se produce en la debilidad, a una persona perfecta es muy difícil quererla, no hay por dónde… y, somos conscientes de que nuestras pequeñas idiosincrasias nos hacen amables, cuanta gente he visto sufrir, esforzándose por ser aceptada y querida, cuando en realidad solo tenían que mostrarse tal cual es. Así nos ocurre también con Dios, frente a él, me puedo reconocer cojo, ciego, y pobre, porque en realidad lo soy…