Muchas veces me han preguntado para qué sirve pedirle nada a Dios, si Jesús nos dijo que ya sabía nuestro padre del cielo lo que necesitamos antes de que se lo pidamos. Una de las mejores respuestas a esta pregunta la encontramos en una obra de san Agustín titulada carta a Proba.

Allí leemos:

“Aunque el Señor nos haya prohibido el mucho hablar, puede causar extrañeza el que nos haya exhortado a orar, siendo así que conoce nuestras necesidades antes de que las expongamos. Dijo en efecto: Es preciso orar siempre y no desfallecer, aduciendo el ejemplo de cierta viuda: a fuerza de interpelaciones se hizo escuchar por un juez inicuo, que, aunque no se dejaba mover por la justifica o la misericordia, se sintió abrumado por el cansancio. De ahí tomó Jesús pie para advertirnos que el Señor, justo y misericordioso, mientras oramos sin interrupción, nos ha de escuchar con absoluta certeza, pues un juez inicuo e impío no pudo resistir la continua insistencia de la viuda”.

Y también:

“Lo hace, aunque sabe lo que necesitamos antes de pedírselo y puede mover nuestro ánimo. Esto puede causar extrañeza, si no entendemos que nuestro Dios y Señor no pretende que le mostremos nuestra voluntad, pues no puede desconocerla; pretende ejercitar con la oración nuestros deseos, y así prepara la capacidad para recibir lo que nos ha de dar. Su don es muy grande y nosotros somos menguados y estrechos para recibirlo. Por eso se nos dice: Dilataos para que vayáis levando el yugo con los infieles. Mayor capacidad tendremos para recibir ese don tan grande, que ni el ojo lo vio, porque no es color; ni el oído lo oyó, porque tampoco es sonido; ni subió al corazón del hombre, porque es el corazón el que debe subir hasta él; tanto mayor capacidad tendremos, cuanto más fielmente lo creamos, más seguramente lo esperemos y más ardientemente lo deseemos”.

Estas enseñanzas que nos proporciona la tradición de la Iglesia a partir de la predicación del Señor durante su vida pública perfectamente pudieron nacer en la mente y en el corazón del maestro después del encuentro con la mujer siro-fenicia del evangelio de hoy. Se puede decir que su deseo era tan gigante que no puede quedar insatisfecho.

Más aún, el hecho de que Jesús se demore en atender la petición de aquella mujer no se traduce, como sería previsible, en una falta de confianza o en el de caimiento de su interés, sino que esta mujer por el contrario persevera en su petición y no se cansa de llamar a la puerta del corazón de Cristo.

El hecho de que Jesús rechace a aquella mujer en un primer momento no debería sorprendernos demasiado dado que él mismo da la razón de su obrar. Él ha venido a reunir las ovejas dispersas de Israel. Lo que subraya con la con la imagen tan gráfica: “los perros no comen el pan de los hijos”.

Pero la mujer no se da por vencida porque le anima una auténtica necesidad, un deseo sincero de ser atendida en su petición, pues tanto es su amor por su hija poseída por aquel espíritu inmundo: “También los perritos comen las migajas que caen de la misa”. No se puede ser más humilde. En vez de defenderse ante las palabras de Jesús, esa imagen tan fácilmente mal interpretable, la madre de la hija que vivía oprimida por el espíritu maligno encontraba la forma de volver a llamar a la puerta del corazón de Cristo, por aquello de “buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá; pedid y se os dará…

A Jesús le admira la fe de aquella mujer y dice no haber conocido en Israel una fe igual, ni tan siquiera una fe parecida. “Mujer, que grande es tu fe”. Y le aseguró que su hija había quedado curada y le dio también ánimo para que se volviera a casa y se pudiera alegrar con su hija.