A lo largo del año litúrgico, no sólo en las últimas semanas ni durante el tiempo de Adviento en que es más frecuente, encontramos una llamada del Señor a permanecer en vela. Jesús dice “estad en vela”. La vigilancia ha de ser constante y abarca todo el tiempo de nuestra vida, pues está en la perspectiva del ladrón que puede presentarse en cualquier momento o del señor que ha de volver. Igualmente hace referencia a toda la historia, pues esperamos el retorno de Jesús, que aquí aparece mencionado como “el Hijo del hombre”. Por tanto es una vigilancia sobre cada uno y también atención al cumplimiento del plan de Dios sobre la historia.

De hecho, podemos interpretar las dos parábolas en esa dirección. La primera hace referencia a un ladrón. Ahí la atención se centra sobre lo que nos puede quitar a nosotros: los bienes que podemos perder. En ese sentido la vigilancia es sobre lo propio y podemos aplicarlo a la vida de la gracia. Somos responsables de los bienes que se nos han dado y hemos de cuidar el don de la gracia.

La segunda parábola, sin embargo, amplia el marco, pues se señala la misión y responsabilidad sobre otros. Hay un criado responsable que ha de atender a la servidumbre y les ha de dar la comida a sus horas. Aquí ya no se trata, por tanto, de guardar lo propio, sino de cuidar de lo ajeno. En este caso ese cuidado se extiende a velar por la seguridad y comodidad de la servidumbre.

Unidas ambas parábolas se ve fácilmente que la mejor manera de custodiar el don de la gracia es viviendo la caridad. La llamada de Jesús a permanecer en vela, por tanto, no nos lleva a vivir en el miedo, sino a ejercitar de forma continua la caridad. De hecho, al vivir el mandamiento del amor actualizamos nuestra fe y nuestra esperanza y también contribuimos al crecimiento del Reino.