“Tantas cosas que te pido, Señor, pero no consigo ninguna”. Te he rogado por una persona enferma y al final ha fallecido. He rezado para que solucionaras este problema familiar y no ha hecho más que agigantarse. Te he pedido para que pueda mantenerme en mi puesto de trabajo y me he quedado en paro. He clamado para que me ayudes a vencer un pecado que me humilla y sigo metiendo la pata. Nos viene en ocasiones esta tentación de la desconfianza en el poder de la oración y podemos llegar a pensar que rezar no tiene tanto sentido, que Dios está ocupado de otras cosas más importantes que mi vida, que por mucho que ruegue por aquello que me preocupa esa no será la solución. Y dejamos de rezar. De confiar. Enfriamos nuestro trato con Dios.

Ojo, que Jesús nos pone una condición para que nuestra oración sea fecunda: la fe. Esa fe teologal, transformadora, divina. Como cuando se le acercaban los enfermos, durante su vida pública, y antes de obrar el milagro preguntaba: ¿creéis que puedo hacerlo? Era una forma de pedir primero un poco de confianza en su poder. ¿Y tú, tienes esa confianza que Jesús anhela? Es probable que a veces reces sin demasiada fe, por rutina o costumbre. Como si Él no te escuchara. Como si no supiera lo que sucede en tu corazón. Entonces la oración queda un poco estropeada, porque perdemos la convicción de que Jesús está deseando que le contemos nuestras cosas, que compartamos nuestras alegrías, que le manifestemos nuestras preocupaciones.

¡Concédeme rezar con más fe! Que pueda responder a esa pregunta tuya con toda mi alma: sí, creo que puedes hacerlo. Además, es seguro que si rezo con más fe seré menos exigente contigo. Comprenderé, en lo más hondo de mi alma, que no me concedes lo que quiero sino lo que necesito. A veces quiero algo que no me hará bien, que torcerá mi camino, que aumentará mi soberbia. Siempre digo que me siento muy orgulloso de las cosas que mis padres no me concedieron, aunque me enfadase porque no me las concedieran. Con el paso del tiempo, uno descubre, cada vez con mayor claridad, que no es buen juez de sí mismo y que muchas veces quiere aquello que no le viene bien. Ayúdame a no quejarme, Señor, a aceptar y amar tu voluntad. Dame esa fe: así sentiré que mi oración es fecunda no porque consigo lo que quiero, como alguien caprichoso, sino porque niego mi voluntad para cumplir y amar la tuya.