Domingo 20-11-2022, solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo (Lc 23,35-43)

«Los magistrados hacían muecas a Jesús diciendo: “A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido”». Estamos en el Calvario, y acabamos de asistir a la crucifixión de Jesús. El pueblo se ha reunido en masa, y mira expectante. El evangelista Lucas nos refiere con detalle las burlas, insultos y desprecios que dirigen contra el crucificado algunos de entre la multitud. Los primeros, los escribas y ancianos, como acabamos de leer. Pero «se burlaban de él también los soldados, que se acercaban y le ofrecían vinagre, diciendo: “Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo”». Incluso sobre la cabeza de Jesús colgaba un burlesco letrero con la acusación: «Este es el rey de los judíos». No faltaban ni siquiera las palabras envenenadas de «uno de los malhechores crucificados que lo insultaba diciendo: “¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros”». En el fondo, todos acusan a Cristo de lo mismo: ¿dónde está tu realeza? Si eres rey, ¿cómo te has dejado prender, herir, condenar y crucificar? Si ser rey significa –como pensamos todos– tener poder y dominio, ejércitos y servidores, pompa y riquezas, entonces el que cuelga de la Cruz no puede serlo. Por eso, Jesús es un impostor, que merece burlas y desprecio.

«Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino». Según narra el evangelista, de entre todos los personajes que aparecen sólo hay uno que reconoce a Jesús como rey. ¿Y qué vio ese ladrón en aquel condenado, flagelado y traspasado, fracasado y malherido, para descubrirle como rey? ¿Qué vio en él para atreverse a tan grande petición? Ante todo, en la mansedumbre, perdón y misericordia de Cristo, puedo contemplar la paciencia y fortaleza de aquel que soportó todos nuestros dolores: «El otro ladrón, respondiéndole e increpándolo, le decía: “¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en la misma condena? Nosotros, en verdad, lo estamos justamente, porque recibimos el justo pago de lo que hicimos». Y, también, en el rostro ensangrentado de Jesús vio la inocencia de aquel que no cometió pecado: «en cambio, este no ha hecho nada malo». Fue por su inocencia y su paciencia, por las que descubrió el buen ladrón a Cristo como rey. Esa es la auténtica realeza, no la del poder o la riqueza. Cristo es Rey del Universo, de la historia, de las almas, de mi vida, en la Cruz porque allí derramó el Amor que transforma el mundo entero. Y en aquella hora suprema sólo el buen ladrón supo darse cuenta.

«Jesús le dijo: “En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso”». Un rey siempre escucha las súplicas de sus súbditos. Y Cristo en la Cruz, abrazando el Universo, también abraza al buen ladrón. A ese ladrón que abrió su corazón en los últimos instantes de su vida. ¿Y qué le concede? Como buen rey, algo mucho más grande que lo que aquel ladrón pudo nunca llegar a soñar. Al avergonzado y abrumado por su pecado, colgando desesperado de su cruz de condena, el Señor le concede el perdón, repitiendo quizás: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen». Y al que ya no podía esperar más que una muerte lenta y dolorosa como fin a una vida miserable, el Señor le concede un futuro: «hoy estarás conmigo en el paraíso». Un futuro que nadie le puede arrebatar, un futuro que ni en sus mejores sueños logró imaginar. ¡Así es nuestro Rey! Al que acude a Él, le regala el cielo, la tierra… ¡el Universo entero! Sigue a Cristo Rey, ama a Cristo Rey, imita a Cristo Rey, pero a Cristo Rey en la Cruz.