Santos: Lázaro, obispo; Calínico, mártir; Egil, Floriano, Cristóbal, confesores; Olimpíades u Olimpia, viuda; Bega, abadesa; Mainardo, Esturnio, abades; Judi, Yolanda (Violante), priora; Wivina, virgen; Beato José Manyanet, fundador de los RR. Hijos de la Sagrada Familia.

La primera y principal fuente de información que tenemos de Lázaro es el Evangelio. Vive en Betania a corta distancia de Jerusalén, en lo que a mí me gusta llamar una zona residencial. Su casa es también la casa de Marta y de María, sus hermanas. Y hasta da la sensación por el relato evangélico que no es él quien lleva la voz cantante en la mansión. Parece que es Marta la que maneja el cotarro diario. Alguien ha atribuido a la mala salud de Lázaro este hecho ciertamente poco frecuente en una sociedad en la que la mujer pintaba poco o, al menos, no tenía mucho que decir. Tampoco quiero afirmar que esta suposición esté avalada por el relato, ya que bien podría suceder que la diferencia de edades entre ellos fuera un dato a favor de la preeminencia de Marta, que quizá debió hacerse cargo de la casa a la muerte de sus padres de quienes, por otra parte, no tenemos ni la más mínima referencia.

El caso es que Jesucristo visitaba con frecuencia esa casa bien cuando pasaba de un lado a otro en sus andanzas apostólicas o cuando necesitaba un refugio de reposo para dar descanso a su cuerpo cansado. Allí se encontraba a gusto. Era una familia encantadora. Con ellos no había secretos. Esperaban la llegada de la Salvación que Dios había prometido desde antiguo y que sospechaban inminente. Reinaba la confianza y lo mismo que abrigaban a Jesús peregrino se hacían merecedores de la entrega de Jesús.

Un día enfermó Lázaro, no hubo remedio entre los que suelen aplicarse que solucionara su mal y murió. Por más que enviaron recado a Jesús, Él llegó a Betania cuando ya llevaba cuatro días enterrado. Acompañado de las hermanas, rodeado de sus discípulos, contemplado por los apesadumbrados amigos que acompañaban a las hermanas aliviando su dolor, y ante el sepulcro sucede un hecho espectacular: Jesús se emociona profundamente y llora sin tapujos por el amigo muerto. Reza y da una voz imperiosa: «¡Lázaro, sal fuera!», y el muerto de cuatro días que ya estaba hediondo sale del sepulcro; así, vive.

Luego suceden las cosas con rapidez. Los jefes del pueblo que ya tenían entre ojos a Jesús, al comprobar que es imposible ocultar lo evidente, que la gente –entre curiosa y asombrada– se desplaza a Betania para ver vivo al que habían enterrado bien muerto días atrás, que las voces son un continuo transmisor imparable del hecho y que les dejan solos, deciden acelerar la muerte de Jesús e incluyen a Lázaro en sus planes de exterminio.

Hasta aquí llega la referencia histórica sobre Lázaro.

A partir de esta maravilla grandiosa, la asombrada capacidad humana deja rienda suelta a la imaginación que se recrea poniendo al anfitrión del relato en el punto de mira de las posibilidades y comienza a generarse la fábula. Unos lo hacen coincidir con el Lázaro de la parábola de Epulón y terminan señalándolo como protector de lazaretos, leproserías y ulcerados; los más osados hablarán de él como discípulo de Jesús que llega a obispo (así lo cataloga increíblemente el santoral) y termina muriendo mártir de Cristo. Otros lo hacen navegante hasta tierras galas y predicador infatigable del Evangelio en Marsella…

Fuera de estos apéndices, que a la postre no sirven para mucho, me queda un pensamiento a modo de pregunta que, en verdad, es atractivo por lo que de misterio encierra: ¿Cómo sería Lázaro para haber suscitado en Jesucristo tanto cariño que lleguen a conmoverse hasta el llanto los sentimientos más nobles de su Santísima Humanidad?