Los antiguos gladiadores se preparaban para la lucha ungiéndose con óleo. Aquello no les hacía más fuertes pero dificultaba los ataques del rival. Era el enemigo el que se hacía más débil, por así decir. Hay un rito en el bautismo que es la unción con el óleo de los catecúmenos. El niño, o el adulto, es ungido, no en todo el cuerpo sino, simbólicamente, en el pecho, las manos, la frente… por que el neófito va a entrar en una batalla espiritual. La vida cristiana es un combate, esto a veces se nos olvida. No venimos a los mundos de Yupi cuando nos hacemos cristianos. Comienza para nosotros una vida de lucha, en la que tendremos constantes combates contra el mundo, la carne, el demonio. Ser cristiano no es echarse a dormir, ya habrá tiempo de descansar. Ahora es tiempo de luchar.

La cuaresma nos recuerda esto. El cristiano se encamina hacia la Pascua pero el camino es áspero. No es un paseo triunfal. Es un, a veces, penoso itinerario de luchas, caídas y volver a comenzar, sin desfallecer.

¿De qué le sirve a Dios nuestro ayuno, oración y limosnas? A Dios de nada. A nosotros sólo nos sirve si nos ayuda para hacernos más fuertes o, mejor dicho, para debilitar al enemigo.