“¿Qué mandamiento es el primero de todos?: Escucha, Israel”. En el inicio está la disposición a escuchar. Es el primer paso. Tenemos que aprender siempre a escuchar de nuevo la revelación del amor de Dios. Y al tomar conciencia de ello, nos abre a corresponder a ese amor. Cuando un hombre intuye la inmensidad y la calidad con que «es amado por Dios», su vida su preocupación por los demás, sufre un aceleramiento que de ninguna manera podía sospechar antes. Esto nos prepara para amar a Dios todo nuestro corazón, con toda nuestra alma, con toda nuestra mente, y prójimo como a nosotros mismos. “Qué valor debe tener el hombre a los ojos del Creador, si ha ‘merecido tener tan grande Redentor’, si Dios ha dado a su Hijo, a fin de que él, el hombre, ‘no muera, sino que tenga la vida eterna’.” (San Juan Pablo II, Encíclica “Redemptor hominis”, 10).

Él mismo nos señala lo que desea de nosotros. No le importan las riquezas, ni los frutos ni los animales de la tierra, del mar o del aire, porque todo eso es suyo; quiere algo íntimo, que hemos de entregarle con libertad: “dame, hijo mío, tu corazón” (Prv 23,26). Corresponder a ese Amor supone adherirse con todas las fuerzas a lo que Dios espera de cada uno; y esto requiere tiempo y empeño para amar con todo nuestro ser. El amor a Dios es el empeño en cumplir su voluntad. El enamoramiento es disposición de la voluntad propia para querer la voluntad divina. No es algo sensiblero, es la lucha por querer y realizar lo Él quiere. La parte que le toca a Él la pone, más bien la derrocha: “Derramaré sobre vosotros un agua pura que os purificará: de todas vuestras inmundicias e idolatrías os he de purificar; y os daré un corazón nuevo, y os infundiré un espíritu nuevo; arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne. Os infundiré mi espíritu, y haré que caminéis según mis preceptos, y que guardéis y cumpláis mis mandatos” (Jer 35, 25-27).

El amor a Dios y al prójimo encuentra su fuente en el Sacramento del Amor. En la Eucaristía, que significa esta caridad, y por ello la recuerda, la hace presente y al mismo tiempo la realiza. En este tiempo de conversión busquemos comulgar con mayor fruto en el amor al prójimo. Cada vez que participamos en ella de manera consciente, se abre en nuestra alma una dimensión real de aquel amor inescrutable y hace que nosotros mismos comenzamos a amar. La Eucaristía se convierte de por sí en escuela de amor activo al prójimo (Cf. San Juan Pablo II,” Domenicae cenae”, 5).

Pidamos a María, que nos ayude a crecer en el deseo de amor a Dios con todo nuestro corazón.