Martes 4-7-2023, XIII del Tiempo Ordinario (Mt 8,23-27)

«Subió Jesús a la barca, y sus discípulos lo siguieron. En esto se produjo una tempestad tan fuerte, que la barca desaparecía entre las olas». En el mar de Galilea no son frecuentes las tormentas. En general, es un lago tranquilo y apacible, propicio para la navegación y la pesca. Si uno ha tenido la suerte de viajar a Tierra Santa, la panorámica desde el Monte de las Bienaventuranzas, que domina el mar y las costas que lo rodean, ofrece una sensación de calma y serenidad. La paz del Sermón de la Montaña se respira en esas verdes colinas, en el lugar de la multiplicación de los panes, también en las orillas de Cafarnaúm. Sin embargo, como en todos los lagos interiores, a veces se forman súbitas y rápidas tormentas. Una masa de viento frío entra, eleva de un golpe el aire húmedo y caliente –que antes reposaba plácidamente sobre las aguas– y así se forman rápidamente unas nubes negras que amenazan con caer como un martillo sobre el mar. El tiempo es tantas veces inestable. Así lo es también la vida del hombre. Quizás, mientras empezaba a levantarse la súbita tempestad y las olas comenzaban a encresparse, alguno de sus discípulos se acordaría de las palabras que Jesús había pronunciado sobre aquel monte: «¿Quién de vosotros, a fuerza de agobiarse, podrá añadir una hora al tiempo de su vida? (…) No andéis agobiados pensando qué vais a comer, o qué vais a beber, o con qué os vais a vestir. (…) Ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso. Buscad sobre todo el reino de Dios y su justicia; y todo esto se os dará por añadidura. Por tanto, no os agobiéis por el mañana, porque el mañana traerá su propio agobio. A cada día le basta su desgracia». En un instante luce el pleno sol, y al siguiente el cielo cae sobre nuestras cabezas… ¿no es así la vida del hombre sobre la tierra?

«Él dormía. Se acercaron y lo despertaron gritándole: “¡Señor, sálvanos, que perecemos!”». La tempestad arrecia, las olas crecen, la barca se agita… pero el Maestro duerme. Si alguna vez has vivido una fuerte tormenta, ya sea en mitad de un lago o en alta mar, no te será difícil meterte en la escena. Los discípulos están asustados, de nada vale su pericia y la barca ya no puede más… pero el Maestro duerme. Algunos han querido ver en este sueño una sombra, una ficción, como si Jesús estuviera jugando con sus discípulos. Dios no juega al escondite. Jesús está realmente cansado, y duerme. Ha enseñado a las multitudes, ha curado a numerosos enfermos y endemoniados, no ha tenido tiempo para descansar… y en la barca se rinde agotado. Jesús es hombre verdadero como nosotros, que se cansa como todos. «El Hijo de Dios (…) trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre» (GS 22), dice el Concilio Vaticano II. No sólo existen las tormentas exteriores, a veces son las tormentas interiores las que golpean nuestro corazón. También Jesús experimentó el cansancio, la debilidad y el peso del amor.

«Él les dice: “¿Por qué tenéis miedo, hombres de poca fe?”». Jesús no tenía súper-poderes, ni una poción mágica, ni tampoco una voluntad sobrehumana. Pero había en Él algo más grande y más profundo. Era el Hijo de Dios. La unión de Jesús con su Padre es tan íntima que era su alimento: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió» (Jn 4, 34). Su confianza en el Padre es fuerte y total: «Padre, te doy gracias porque me has escuchado; yo sé que tú me escuchas siempre» (Jn 11, 41-42). Por eso, a pesar de todo su cansancio, una vez más, el Señor se vuelve a incorporar, «se puso en pie, increpó a los vientos y al mar y vino una gran calma». ¿No somos nosotros esos hombres de poca fe? «Todo lo puedo en aquel que me conforta», dirá años más tarde san Pablo.