Miércoles 5-7-2023, XIII del Tiempo Ordinario (Mt 8,28-34)

«Llegó Jesús a la otra orilla, a la región de los gadarenos. Desde los sepulcros dos endemoniados salieron a su encuentro». Ya lo dice el refrán popular, “una imagen vale más que mil palabras”. Por eso, cada detalle de los evangelios está escogido con sumo cuidado. Cada pincelada importa. Cruzar el mar de Galilea y atravesar a la otra orilla significa situarse en otro ambiente bien distinto al de las apacibles colinas del Monte de las Bienaventuranzas y de las orillas calmadas de Cafarnaúm. Hemos atravesado una tempestad. Y, al tomar tierra, al adentrarse en una región que nos resulta extraña, aparecen unos sepulcros. De allí salen dos endemoniados, porque de allí nace el pecado. El pecado nunca nace de la paz, de la luz ni de la verdad. Todo lo contrario. Las armas del Enemigo son la división, la oscuridad y la mentira. Su lugar son los sepulcros. Entre ellos se mueve con gran naturalidad. Aunque se disfrace de una máscara de promesas falsas de placer, poder o tener, todo lo que rodea al demonio es muerte, vacío y podredumbre. ¡Qué diferencia entre una orilla y otra, entre las bienaventuranzas y los sepulcros!

«Los demonios le rogaron: “Si nos echas, mándanos a la piara”. Jesús les dijo: “Id”». Esta impresionante escena que pinta el evangelista Mateo, con todo detalle, no sólo describe dónde nace el pecado –en los sepulcros–, sino qué hace el pecado en el corazón del hombre. Los demonios quieren marcharse a los cerdos, pues según el dicho popular, “lo semejante atrae a lo semejante”. Cuanto más se deja el hombre arrastrar y dominar por el pecado, más se parece a ese animal inmundo e impuro por excelencia: un cerdo. Aquellos demonios entraron en los cerdos, el hijo derrochador acabó viviendo entre cerdos cuando malgastó toda la fortuna de su padre, las perlas no son para los cerdos… ¿Y todavía no te convences de la fealdad del pecado?

«Salieron y se metieron en los cerdos. Y la piara entera se abalanzó acantilado abajo al mar y murieron en las aguas». ¡Qué oscura y fea es la orilla del pecado! Llena de sepulcros, se amontonan los huesos, la podredumbre y la desesperanza. Sus habitantes parecen más cerdos que humanos, revolcándose en su propio fango. Y, al final, todo acaba en el fondo de las aguas de la muerte. El pecado nace de la muerte y lleva a la muerte. Jesús, con este milagro, no lo puede dejar más claro. Con su poder divino salva al endemoniado, pero a la vez condena el pecado y lo lanza a lo profundo del mar: «¿Qué tenemos que ver nosotros contigo, Hijo de Dios? ¿Has venido aquí a atormentarnos antes de tiempo?» Allí donde reina Cristo no tiene lugar el pecado, el mal ni la muerte. Precisamente él se ha acercado a nuestra orilla –la orilla del pecado–, para recogernos y llevarnos en su barca, atravesando el mar, a la orilla de la Bienaventuranza.