Sábado 8-7-2023, XIII del Tiempo Ordinario (Mt 9,14-17)

«Los discípulos de Juan se le acercan a Jesús». La predicación de Juan el Bautista había generado un gran movimiento de conversión por toda Judea. Multitudes acudían a él para reconocer sus pecados, bautizarse y comenzar así una nueva vida. El mismo evangelista ya nos había presentado su extraordinaria figura, que ejercía una fascinación sobre tantos judíos: «Y acudía a él toda la gente de Jerusalén, de Judea y de la comarca del Jordán; confesaban sus pecados y él los bautizaba en el Jordán» (Mt 3,5). Y eso que su aspecto no era precisamente atractivo ni seductor, más bien todo lo contrario. Sus vestidos, sus palabras y sus obras eran una llamada de conversión, un grito de atención: «Juan llevaba un vestido de piel de camello, con una correa de cuero a la cintura, y se alimentaba de saltamontes y miel silvestre» (Mt 3,4). Unas palabras que no se detenían ante nada ni ante nadie: «¡Raza de víboras!, ¿quién os ha enseñado a escapar del castigo inminente? Dad el fruto que pide la conversión. Y no os hagáis ilusiones, pensando: “Tenemos por padre a Abrahán”, pues os digo que Dios es capaz de sacar hijos de Abrahán de estas piedras. Ya toca el hacha la raíz de los árboles, y todo árbol que no dé buen fruto será talado y echado al fuego» (Mt 3,7-10). Ciertamente, es claro que una personalidad tan fuerte, tan carismática, tan cerca de Dios, tenía que atraer a mucha gente. Juan tuvo muchos discípulos. Juan –el evangelista–, Andrés, Felipe, Pedro… fueron primero seguidores del Bautista antes de conocer a Jesús. El mismo Cristo quiso comenzar su ministerio en la estela de Juan el Bautista: «Por entonces viene Jesús desde Galilea al Jordán y se presenta a Juan para que lo bautice» (Mt 3,13).

«¿Por qué nosotros y los fariseos ayunamos a menudo y, en cambio, tus discípulos no ayunan?». Pero una vez que Juan fue apresado por el tirano y lujurioso rey Herodes, sus discípulos habían cambiado. Atrás queda ese encuentro en el río Jordán, cuando el Bautista dijo: «Soy yo el que necesito que tú me bautices, ¿y tú acudes a mí?» (Mt 3,14). El Precursor tenía bien clara su misión, una tarea tan bien resumida en aquellas palabras del profeta Isaías: «Voz del que grita en el desierto: “Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos”» (Is 40,3). Juan era la voz que grita anunciando la llegada de Jesús. Su misión era eclipsarse para que brillara Cristo. Por eso, sus auténticos discípulos fueron los que supieron dejarle para seguir al Señor. Su bautismo era sólo un signo del verdadero bautismo. Su voz calló cuando llegó la Palabra. Su vida la entregó –es el último de los profetas y el “primero” de los mártires”– cuando llegó la Vida. Estos “discípulos de Juan” que ahora aparecen son los que todavía no se han enterado… Ellos siguen aferrados a ayunos, prácticas, cumplimientos… pero el tiempo de su maestro ya ha pasado. Delante de ellos tienen al Maestro: «Todo lo que Juan dijo de este era verdad» (Jn 10,41).

«El vino nuevo se echa en odres nuevos». C. S. Lewis, en sus famosas Crónicas de Narnia, repite muchas veces la frase: «Aslan no es un león domesticado». Ciertamente, Dios no es un Dios domesticado, a nuestra medida, sometido a nuestros pobres límites y estrechos criterios. Dios no sigue nuestras reglas, ni juega a nuestros juegos. Dios es soberanamente libre, más grande que todo lo que podamos soñar. «Mis planes no son vuestros planes, vuestros caminos no son mis caminos –oráculo del Señor–. Cuanto dista el cielo de la tierra, así distan mis caminos de los vuestros, y mis planes de vuestros planes» (Is 55,8-9). Nosotros nos empeñamos en “domesticar” a Dios, encerrarle en nuestros esquemas –prácticas, comercios, racaneos, trueques…–. Pero Dios nos da el vino nuevo que sólo se puede recibir en un odre nuevo: un corazón nuevo. Eso fue lo que Juan el Bautista enseñó a sus verdaderos discípulos: a buscar, encontrar y amar a Jesús.