Hoy nos encontramos en la Palabra con el mensaje de que Dios la está sembrando, enviando al mundo, para que ésta dé fruto. La primera lectura nos habla de esa Palabra que cumple el encargo que Dios la ha dado y vuelve a Él: sin duda nos habla de la Palabra que es Cristo, de su Encarnación, Pasión y Resurrección, y ascensión a la diestra del Padre. Y su obra, como la lluvia empapa la tierra y la fecunda, ha hecho lo propio con nuestra Tierra: ha llegado la plenitud de los tiempos, ya no tenemos a esperar a nadie más, el campo está listo.

Pero el evangelio nos muestra la realidad de que para que esa tierra dé fruto, para que esa semilla germine, crezca y sea cosechada, depende de la realidad de la tierra donde cae. Es decir, tenemos la posibilidad de una vida plena y feliz, si acogemos a Jesucristo; pero hay muchas actitudes que lo impiden. No hace falta pensar mucho para darse cuenta de que la parábola del sembrador sigue siendo completamente actual. El borde del camino es muy común hoy: es la indiferencia. Si miramos a nuestro interior podemos ver que en diferentes momentos o etapas de nuestra vida ofrecemos al Señor los diferentes tipos de tierra, no hace falta mirar muy lejos. Creo que la clave es, verdaderamente, querer no solo escuchar la palabra, sino vivirla. Ponerla en práctica. Concretamente. Entonces ésta da fruto, y es bonito también compartir estos frutos con los demás, con los hermanos, para dar gracias a Dios juntos.

En este año en el que el calor y la falta de lluvias ha hecho que muchos agricultores se desanimen, que el fruto de lo sembrado sea poco, no nos desanimemos: dejemos que el Señor siga sembrando, y sembremos nosotros también.