Miércoles 20-9-2023, XXIV del Tiempo Ordinario (Lc 7,31-35)

«Vino Juan el Bautista, que ni come pan ni bebe vino, y decís: “Tiene un demonio”; vino el Hijo del hombre, que come y bebe, y decís: “Mirad qué hombre más comilón y borracho, amigo de publicanos y pecadores”». Estas duras palabras que Jesús dirige a los fariseos nos hacen meditar hoy sobre un vicio muy extendido en nuestra sociedad, y en nuestro corazón. Escuchemos a un gran maestro de la vida interior, san Francisco de Sales:

«El juicio temerario produce inquietud, desprecio del prójimo, orgullo y complacencia en sí mismo y cien otros efectos por demás perniciosos, entre los cuales ocupa el primer lugar la maledicencia, como la peste de las conversaciones.

¡Ah! ¡Que no tenga yo uno de los carbones del altar santo para tocar con él los labios de los hombres, a fin de borrar su iniquidad y purificarlos de su pecado, a imitación del serafín que purificó la boca de Isaías! El que lograse quitar la maledicencia del mundo, quitaría de él una gran parte de los pecados y de la iniquidad.

La maledicencia es una especie de homicidio, porque tenemos tres vidas: la espiritual, que vive en la gracia de Dios; la corporal, que está en el alma; y la civil, que está en la buena fama. El pecado nos quita la primera; la muerte, la segunda, y la maledicencia, la tercera. Pero el maldiciente, con un solo golpe de su lengua, comete, ordinariamente, tres homicidios: mata su alma y la del que le escucha, con muerte espiritual, y de muerte civil a aquel de quien murmura; porque, como dice San Bernardo, el que murmura y el que escucha al murmurador, tienen en sí mismos al demonio: el uno en su lengua, y el otro en sus oídos.

Te conjuro, pues, amada Filotea, que no hables nunca mal de nadie, ni directa ni indirectamente: guárdate de atribuir falsos crímenes y pecados al prójimo, de descubrir los que son secretos, de exagerar los ya conocidos, de interpretar mal una buena obra, de negar el bien que tú sabes que existe en alguno, de disimularlo maliciosamente, de disminuirlo con tus palabras; porque, de cualquiera de estas maneras, ofenderías mucho a Dios, sobre todo acusando falsamente o negando la verdad, en perjuicio del prójimo, ya que entonces sería doble el pecado: mentir y dañar, a la vez, al prójimo.

Aunque es necesario ser extremadamente delicado en no murmurar del prójimo, es menester, empero, guardarse del extremo en que caen algunos, los cuales, para evitar la maledicencia, alaban y hablan bien del vicio. No, amada Filotea; por el deseo de huir del vicio de la maledicencia, no se han de favorecer, adular, ni fomentar los otros vicios, sino que hay que llamar sinceramente mal al mal, y condenar las cosas que son dignas de reprobación.

Mi lengua, mientras habla del prójimo, es en mi boca lo que el bisturí en manos del cirujano, que quiere cortar entre los nervios y los tendones: es preciso que el golpe que yo dé sea tan exacto, que no diga ni más ni menos de lo que es. Sobre todo es preciso que, mientras repruebas el vicio, procures la mayor benignidad con la persona en el cual existe» (San Francisco de Sales, Introducción a la vida devota, 3ª parte, cap. 29, De la maledicencia).

«Sin embargo, todos los hijos de la sabiduría le han dado la razón». Como nos ha enseñado el gran obispo de Ginebra –doctor de la Iglesia– no es en las muchas palabras, sino en la sabiduría, donde resplandece la verdadera ciencia de los hijos de Dios.