Sábado 23-9-2023, XXIV del Tiempo Ordinario (Lc 8,4-15)

«Salió el sembrador a sembrar su semilla». Estamos quizás ante una de las parábolas más conocidas de Jesús. Pero no podemos dejar de sorprendernos una y otra vez por la belleza y profundidad de estas imágenes. Guiados por la enseñanza de los primeros cristianos, los grandes Padres de la Iglesia, meditemos de nuevo estas palabras del Señor.

«Cristo mismo es el que siembra todo lo bueno y nosotros somos su campo. Por Él y de Él proviene toda cosecha espiritual. Esto es lo que nos enseña al decir: “Sin mí no podéis hacer nada»» (San Cirilo de Alejandría, Comentario al Ev. de Lucas, 8, 4).

«Y otra parte cayó en tierra buena, y, después de brotar, dio fruto al ciento por uno». No basta que la semilla germine y crezca en seguida, sino que tiene que echar raíces profundas y arraigar firmemente en la tierra de nuestro corazón. Sólo así dará fruto abundante.

«Nosotros debemos dar fructificar y retener en nosotros mismos las semillas, es decir, guardar en nuestro corazón las semillas de todas las buenas obras y de todas las virtudes, de modo que, teniéndolas fijas en nuestros espíritus, ya cumplamos por las mismas, según justicia, todos los actos que se nos presenten. Porque estos actos nuestros, cuando provienen “del buen tesoro de nuestro corazón”, son los frutos de aquella semilla.

Ahora bien, si escuchamos la “palabra” y, tras haberla escuchado, nuestra tierra produce “en seguida” hierba y esta hierba, antes de madurar y fructificar, “se seca”, nuestra tierra será llamada “pedregosa”. Pero si las palabras dichas se implantan en nuestro corazón con raíces tan profundas que “den fruto” de obras y tengan en sí las semillas de los bienes futuros, entonces verdaderamente la tierra de cada uno de nosotros dará fruto según su capacidad: una, el “ciento”; otra, el “sesenta”; y otra, “el treinta por uno”. Pero también nos ha parecido necesario advertir que nuestro fruto no debe tener en ninguna parte “cizaña”, es decir, que en ninguna parte tenga malas hierbas; para que no esté “al borde del camino”, sino que debe sembrarse en el mismo camino, en aquel camino que dice: “Yo soy el camino” (Jn 14,6), para que “las aves del cielo” no coman nuestros frutos ni nuestra viña» (Orígenes, Homilías sobre el Génesis, 1, 4).

«Lo de la tierra buena son los que escuchan la palabra con un corazón noble y generoso, la guardan y dan fruto con perseverancia». Para que esa semilla sembrada crezca y se convierta en un árbol grande y frondoso, en esta parábola Jesús nos habla veladamente de otro misterio: la semilla que crece, primero debe morir.

«Veamos, amados, la resurrección que sucede en el tiempo. El día y la noche nos manifiestan la resurrección. La noche duerme el sueño de la muerte, el día resucita. El día se va, viene la noche. Tomemos los frutos. ¿Cómo y de qué manera se hace la siembra? Salió el sembrador y echó en la tierra cada una de las semillas, las cuales, después de caer secas y desnudas en la tierra, mueren; y después de la muerte, la magnífica providencia del Señor las resucita y de una crecen muchas y llevan fruto» (San Clemente de Roma, Carta a los Corintios, 24, 3-4).