Domingo 24-9-2023, XXV del Tiempo Ordinario (Mt 20,1-16)

«El reino de los cielos se parece a un propietario que al amanecer salió a contratar jornaleros para su viña». El tiempo es como la energía, que –según nos enseña la física– “ni se crea ni se destruye, sólo se transforma”… No podemos crear el tiempo, pero sí podemos decidir qué hacer con ese maravilloso regalo de Dios que es cada hora de nuestra vida. Las horas son las grandes protagonistas de esta parábola: el propietario sale «a primera hora», «a la hora tercera», «a la sexta y novena hora», «a la hora undécima» (así dice literalmente el texto original en griego). Estamos realmente ante la “parábola de las horas”: cada hora es un tesoro divino. Y yo, ¿qué hago con el tiempo que Dios me regala?

«¿Cómo es que estáis aquí el día entero sin trabajar?». Hay algunos jornaleros que se pasaron todo el día en la plaza, «parados» y «sin trabajar». Se habían quedado hasta la tarde quietos en la plaza –pues allí los encontró el propietario– pero no estaban atentos cuando el propietario pasó tantas veces a contratar jornaleros. Se puede estar en la plaza, pero a otra cosa: en el bar, jugando a las cartas, cómodamente sentados, bebiendo bajo un toldo en una terraza… en fin, con los oídos sordos. Y este es el tiempo muerto, perdido, como tantos instantes de nuestra vida. Porque nosotros también –tantas veces– no escuchamos las llamadas de Dios, y dejamos correr el tiempo. Al fin, perder el tiempo es perder el mayor regalo que Dios nos da.

«Cuando llegaron los primeros, pensaban que recibirían más». Los jornaleros contratados en la primera hora habían trabajado todo el día, nada menos que doce horas, de sol a sol. Han aguantado el peso del día y del calor y se han cansado más que los demás. Se han esforzado mucho, han llenado su tiempo y lo han exprimido hasta el último instante… pero al final se quedan vacíos. ¿Todo esto para qué? ¿Tanto esfuerzo para tan poco? Habían hecho muchas cosas buenas, pero para ellos mismos. Habían buscado su propio interés, sólo esperaban un salario. Es el tiempo exprimido, acumulado, que se queda vacío. ¡No lo olvides! El tiempo es un regalo, y no funciona con la lógica del comprar y vender, la lógica del interés: «Quiero darle a este último igual que a ti –les dice el propietario– ¿Es que no tengo libertad para hacer lo que quiera en mis asuntos? ¿O vas a tener tú envidia porque yo soy bueno?» Este regalo –el tiempo– cuando se acumula egoístamente para uno se pierde; cuando se da generosamente a los demás es entonces cuando se multiplica y da fruto.

«Así, los últimos serán primeros y los primeros, últimos». Nosotros queremos imitar a los demás jornaleros. Los contratados a media mañana, al mediodía y a media tarde. Ellos también trabajaron duro, con esfuerzo y cansancio. Algunos casi todo el día. Cada uno fue llamado a su hora –a su tiempo–, pero respondieron al propietario con prontitud, diligencia y generosidad. Ellos trabajaron sin quejarse, sin racanear ni ratear una mísera recompensa. Sabían que el mismo trabajo era el auténtico premio. Y, además, ellos trabajaron para Dios –el “propietario de la viña”– y para los demás –un buen vino alegra el corazón–. Ahora que estamos en septiembre, recomenzando las actividades cotidianas, escuchemos al Señor del tiempo y de las horas que nos llama: «Id también vosotros a mi viña y os pagaré lo debido».