La respuesta de Jesús parece muy dura. Dejar a su Madre, la Santísima Virgen, y a sus parientes fuera, o no preocuparse por ellos. A propósito, sabemos que en la cultura hebrea se usaba la palabra «hermanos» para los parientes, pero no es que Jesús tuviera más hermanos, serían primos u otro tipo de parentesco.

Jesús nos invita a mirar más allá de nuestros lazos de sangre. ¿Por qué? Porque ha venido a establecer una nueva familia, en la que todos somos hermanos: la Iglesia. Por eso dice que -claro, si es lo que Dios te pide-, «el que deje padre, y madre, y hermanos… por mí y por el Evangelio, recibirá cien veces más…». Esta ha sido mi experiencia cuando dejé mi casa paterna para entrar en el seminario. ¡Cuántos padres, madres, hermanos y hermanas he recibido! ¡Y hasta casas! Porque he ido por muchas partes, y he conocido a muchas personas y establecido una bonita comunión con ellas, y creo que tengo una casa en unos 100 países del mundo. En realidad, toda la Iglesia es mi casa.

Esto es así, pero tenemos también una responsabilidad. Crear ese ambiente de familia en nuestras comunidades, tratar de hacerlo en nuestros ambientes de trabajo y en todos nuestros ambientes. A veces se consigue, a veces cuesta, pero día a día, sin rendirnos. Mas sobre todo, sentirnos privilegiados por ser familia de Jesús, familia de Dios.