En el evangelio de hoy tenemos una fuerte polémica de Jesús con los sumos sacerdotes y ancianos del pueblo, que a mí siempre, desde niño, me ha parecido muy verdadera también para todos, para nuestros días. Con esos dos hijos y sus diferentes respuestas les está achacando lo que en muchas partes del evangelio dice claramente: su hipocresía. En principio ellos dicen «voy» a la invitación de Dios, al mandato de Dios, porque hacen de todo para cumplir la Ley, y llevan a cabo el culto en el Templo escrupulosamente, etc. Pero en realidad, al no reconocer a quien tienen delante, al no reconocer que la invitación de Dios al Reino pasa por ese Mesías que no es un gran guerrero sino un pobre artesano de Nazaret, no van. Por el contrario, muchos que son pecadores públicos, descartados, gente inculta, aceptan la invitación y entran en el Reino de Dios.

De estos estaba llena la primera comunidad cristiana. San Pablo dice que miren a la asamblea y no verán muchos aristócratas o principales. Y a esa comunidad, en su mayoría gente sencilla, pero no totalmente, y que experimentaba tensiones por las diferencias sociales, san Pablo les dice: «Manteneos unánimes y concordes con un mismo amor y un mismo sentir. No obréis por rivalidad ni por ostentación, dejaos guiar por la humildad y considerad siempre superiores a los demás. No os encerréis en vuestros intereses, sino buscad todos el interés de los demás». ¿Cómo mantenerse con una sola alma (unánime) y un solo corazón (concorde), como el ideal de los Hechos de los Apóstoles marca en la comunidad cristiana? ¿Sobre todo, si somos tan diferentes? San Pablo nos invita a mirar a Cristo, en ese magnífico himno de Filipenses, que «siendo de condición divina, se despojó de su rango…se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz». La unidad en la Iglesia, cosa que pedimos con insistencia en estos tiempos y en todo tiempo, pasa porque cada uno de los bautizados seamos capaces de imitar a Cristo en su kénosis (abajamiento), pasa por la cruz. «El que quiera seguirme, que se niegue a si mismo, cargue con su cruz y me siga». Si conseguimos vaciarnos de nosotros mismos, entonces podemos llenarnos de Espíritu Santo y se da lo que san Pablo dice: «tened en vosotros los sentimientos de Cristo Jesús». Y si yo soy Cristo, tú eres Cristo, el otro es Cristo… naturalmente tenemos un solo corazón y una sola alma.

Aceptemos hoy la invitación del Señor a vivir en su Reino, pidiéndole esta conversión: ser capaces de abajarnos, como Él, constantemente… para que luego Dios nos levante personal y comunitariamente.