Siempre que tengo la ultima reunión con los novios, que suele ser un par de días antes del enlace para que tengan fresco el ritual y podamos trabajarlo despacio, él o ella miran la pantalla de su móvil con la preocupación de si lloverá o no. Aunque cada estación tiene sus problemas, casarse en verano también supone meter a todos bajo el aire acondicionado para que no les dé un jamacuco. El tiempo, de todas maneras, ha dejado de ser un tema de conversación frecuente. Antes de que los resultados de los institutos de meteorología de cada país nos contaran con detalle que hoy de cuatro a cuatro y media lloverá, la gente se fiaba de la mirada de los campesinos, una mirada que sabía leer el cielo. Es bonita esa expresión, leer el cielo. Los surfistas también usan el mismo lenguaje, leen el mar para entender cuándo se levantará la primera ola. Pero la meteorología se ha convertido en una ciencia infalible, y ya no ocurre como en tiempos de Jesús, que había gente con más o menos pericia. Hoy los novios saben que el sábado habrá lluvias.

El Señor reprocha hoy a los judíos estrechos su incapacidad para leer la vida. Es una de las acciones que nos estamos perdiendo en estos tiempos de velocidad. No leemos la vida, y en su lugar cabalgamos sin mirar y sin reflexión. El otro día contaba a unos amigos la paradoja de vivir un momento feliz, como el encuentro de la familia durante los días de Navidad, y no ser consciente en ese Instante de cuánta dicha se derrama en esas horas. Y sólo al día siguiente, uno cae en la cuenta de que aquella velada fue maravillosa, que el abuelo nos hizo reír, los nietos hicieron su teatrillo, la abuela nos contó de nuevo que en su juventud había visto un ovni… Es al día siguiente, siempre es después de la felicidad, como si la felicidad se nos escapara de las manos. La lectura de la realidad parece que es siempre a posteriori. Hace poco leí la entrevista a un historiador español que separaba el hacer memoria de hacer historia, y con toda razón. La memoria es un ejercicio muy particular, elusivo, personalísimo, depende de los propios intereses. En cambio la historia se basa en análisis de documentos, en saber escrutar bien todos los frentes, datos, información desmenuzada… Leer bien la realidad supone un esfuerzo.

Nosotros somos gente que acude a diario al sagrario a dejarnos acompañar por el Señor, nos gusta estar cerca de Él, porque no podemos ya vivir sin sus palabras ni su misteriosa presencia en la Eucaristía. Quizá la primerísima oración de un cristiano debería ser, “Señor, ayúdame a saber leer la realidad, que no me invente yo la vida, que mi cabeza no se invente lo que quieres de mí, que no me atropelle, sino que sepa ver dónde hay desesperanza para que ponga humor, dónde debo poner mi atención, dónde mis manos, quién necesita mi voz, y dónde estás esperándome”.

No está mal poner delante del Señor nuestro particular analfabetismo espiritual, que eso, y no otra cosa, es la dificultad para leer la vida.