Hice un viaje con un puñado de jóvenes a Cuba hace unos años. Servíamos a unas ancianas en una casa de religiosas en La Habana. Por la noche, hacíamos un rato de Adoración, luego charlábamos, nos tomábamos una cerveza… Uno de los jóvenes se acercó al mercado a media tarde, para comprar algo de comida, y se tomó una cerveza allí mismo, entre el bullicio de los precios que anunciaban quienes vendían el pescado y la carne, aunque todo era una pura escasez. Al verle con una cerveza en la mano, un oriundo de la tierra se acercó al joven y le dijo que allí no se podía tomar cerveza, ¿y eso por qué?, le dijo el joven, porque está prohibido. Él insistió, ¿pero, por qué?, y el otro, porque siempre ha sido así. La gente que no puede vivir en libertad, acaba por no saber por qué y por qué no se hacen las cosas. Vivir de prohibiciones y obligaciones es un desatino. Ojo, porque estas cosas puedan pasar con el ejercicio de la fe cristiana, hasta llegar a convertir nuestra intimidad con el Señor en una serie de descartes morales.

Los fariseos ponen a prueba al Señor para saber cuál de los 614 mandamientos que ellos siguen, como dictámenes salidos de Dios, es el más importante para aquel que la gente llama Maestro. Es decir, los fariseos eran tan escrupulosos, que no anteponían ninguno de los preceptos, todos funcionaban como un haz de gavillas. Es curioso, los maestros de la ley sólo querían que sus discípulos se acercaran a la Torah, esos cincos primeros libros del Antiguo Testamento. Y el Señor decía que a quien tenían que acercarse era a Él, a su persona. Ahora se entiende ese pasaje de San Juan que se lee en Navidad que parece muy complicado, “…y el Verbo se hizo carne…”, ¿el Verbo?, ¿qué Verbo? Se refiere a la Palabra de Dios, al cogollo de la ley, a los mandamientos, a todo lo que es anterior a su presencia. Porque la palabra y la ley se han hecho carne en una persona con la que se puede charlar en torno al fuego.

Los que han tenido la suerte de haber rezado ante el llamado Muro de las Lamentaciones en Jerusalén, se habrán sorprendido del estudio concienzudo y permanente de los rabinos en torno a los legajos de la ley, y cómo discuten sobre las palabras allí dichas, cómo leen, cómo guardan silencio y aprenden… En cambio, la fe cristiana es más parecida a la conversación del niño con su madre cuando vuelve del colegio. Todo el valor del relato de un ser humano a otro, lo que denominamos encuentro, es lo que Dios ha venido a traer al mundo. El nuestro es un Dios posible de encontrar y de tratar. El amor es la única posibilidad que tiene el ser humano de encontrarse a sí mismo. Parece un contrasentido. Cuánto más te vacías, más Dios va ocupando tu territorio. Por eso el amor a los demás está tan ligado al amor a Dios.

Para los judíos, el amor a Dios y al prójimo pertenecen a universos distintos, a libros sagrados diferentes. En nuestra fe es el otro quien me dice que nunca estaré completo si no me entrego de corazón al prójimo. Por eso Jesús estaba siempre fuera de sí mismo, desalojado de lo propio. Nos pide sólo una experimentación, como si fuera un profesor de química en la sala de las probetas: date al prójimo, escucha, y así experimentarás que Dios ya no es pura abstracción.