El Evangelio de la Misa de hoy nos relata otro de los múltiples enfrentamientos de los fariseos con Jesús: “Un sábado, entró Jesús en casa de uno de los principales fariseos para comer y ellos lo estaban espiando”. En este relato podemos fijarnos en un par de detalles que ponen en evidencia las causas de esta resistencia a la persona y enseñanza de Cristo: “ellos lo estaban espiando” y “ellos se quedaron callados”.

Jesús va a comer a casa de uno de los fariseos porque ha sido invitado. Algo que permite crear un clima que facilite un ambiente de intimidad, un diálogo propio de amigos que favorece la intimidad. Sin embargo, estos hombres, en su corazón perverso, no se fían de Jesús, pero quieren que Él se confíe. Espían a Jesús porque desconfían de él. Esta desconfianza no les permite ver el sufrimiento del enfermo que tienen delante y ante la pregunta de Jesús sobre la licitud de curarle, aunque sea sábado, “ellos se quedaron callados”. Tampoco les permite reaccionar cuando les pregunta sobre qué harían si ese sufrimiento les tocaría a ellos: “¿A quién de vosotros se le cae al pozo el asno o el buey y no lo saca enseguida en día de sábado?
Y no pudieron replicar a esto”.

En resumen, no se fían de Cristo, por ello no son sinceros y se hacen incapaces para reconocer la verdad sobre el bien. Sólo cuando me fío de alguien no temo a mostrarle la verdad de lo que pienso o de lo que pasa. La sinceridad supone amar la verdad y no temerla, porque la verdad siempre trae el bien, lo bueno.

Ahora podemos preguntarnos cada uno si nos fiamos de Cristo, si no “deformamos”, en ocasiones, su palabra cuando no termina de “gustarnos” o nos parece muy exigente. Si Cristo nos propone siempre lo que es mejor para nosotros ¿por qué en ocasiones me “defiendo” de lo que me dice en la conciencia? Esa desconfianza no me permitirá reconocer la verdad de Quién me habla, la verdad de lo que soy. Y tendré que salir de ese círculo, y reconociendo con sinceridad lo que hay en mi corazón, abrirlo al Señor. Esto supone amar la verdad en el examen de conciencia en el que podemos tener tres imágenes de nosotros mismos: la que tiene Dios, la que tienen los demás y la que tengo yo. Sólo importa la que tiene Dios. Las otras dos son intrascendentes (no me cambian), sin embargo, la que tenga Dios sí me cambia, sí es trascendente.

No desconfiar de Dios. Él conoce lo que hay en el corazón del hombre, en el nuestro. El Papa San Juan Pablo II nos lo recordaba en el inicio de su Pontificado con gran energía: “¡No tengáis miedo! Cristo conoce lo que hay dentro del hombre. ¡Sólo Él lo conoce! Con frecuencia el hombre actual no sabe lo que lleva dentro, en lo profundo de su ánimo, de su corazón. Muchas veces se siente inseguro sobre el sentido de su vida en este mundo. Se siente invadido por la duda que se transforma en desesperación. Permitid, pues, —os lo ruego, os lo imploro con humildad y con confianza— permitid que Cristo hable al hombre. ¡Sólo Él tiene palabras de vida, sí, de vida eterna!”. No tengamos miedo al mundo, ni al futuro, ni a nuestra debilidad

Que nuestra Madre nos enseñe a vivir con esa disposición de confianza en su Hijo.