Pero no una desobediencia cualquiera, sino una desobediencia al mismo Dios. Nos lo cuenta el evangelista sin visos de rubor ni escandalera. Jesús hace el milagro de devolver al leproso la carne limpia y, según lo que nos cuenta la traducción del texto original, le encarga severamente que no se lo diga a nadie. Y el leproso desobedece como si no hubiera un mañana, porque no se puede callar la alegría. Es imposible pensar que el Señor se hubiera enfadado por una reacción tan humana y al tiempo tan divina. Ya estuvo con su madre en las bodas de Caná, y allí experimentó de cerca la alegría de unos recién casados. Él mismo usaría la expresión “medida colmada, remecida, rebosante”, para hablar del carácter de Dios con sus criaturas. Los Evangelios se podrían resumir en que la propuesta de Dios es tan feliz para el ser humano, que le estalla por dentro y le rompe todas sus costuras. Todos los que vivieron en su carne los milagros de Jesús, pasaron por el camino de la desobediencia.

¿Por qué el Maestro buscaba pasar inadvertido? No quería que lo suyo se diera a conocer, no buscaba que le hicieran rey. Su reinado sería, en palabras del Papa Francisco, “de abajo y de a uno”. Porque las masas no saben de intimidad, los que obedecen a un rey no le dan el corazón, son adictos o siervos o seguidores, pero nunca amantes. El Señor, sin embargo, busca a la amada del Cantar de los Cantares hasta que pueda pacer con ella entre las flores, quiere que Pedro le diga por tres veces que lo es todo en su vida. Es así.

Siempre me ha parecido parcial definir la fe cristiana como un catálogo de virtudes. Las virtudes que andan sueltas llevan doble filo, no son de fiar. Nadie fue tan diligente en obedecer las normas que los oficiales de los campos de concentración nazis. Ellos representaban la encarnación perfecta del aseo, la diligencia, la puntualidad, el orden escrupuloso, la obediencia estricta, en definitiva, el buen hacer de un profesional. Gracias a esas, digamos, virtudes huérfanas, virtudes sin padre ni madre, pudo llevarse con tanto éxito la espantosa solución final del nacionalsocialismo. Son virtudes que nacieron sin origen, capaces de adherirse a cualquier cometido, al crimen, a la barbarie, a la atrocidad. Virtudes que vuelan como esas telas de araña que en primavera se mueven por el aire y se adhieren a cualquier cosa.

Las virtudes que Jesús pide nacen de su Sagrado Corazón, ahí tienen su aposento. En nuestra época justamente se percibe una ausencia de aposentos sobre los que hacer descansar las acciones. Las bodas se celebran como festivales en sí mismos, performances autónomos que parecen no hacer referencia al riesgo de casarse para siempre. Hemos vivido una Navidad en la que ha capitalizado la atención un vago misterio, una niebla difusa y sin asiento. En un pueblo de Ávila, vi un cartel que anunciaba la presencia de Mickey y Minnie en la plaza mayor, para repartir magia a los niños. Lo dijo una vez Mingote a propósito de la gente que celebra la Navidad, “no es que tengan fe, sólo la consumen”.

Esta desobediencia de la que hablo, es una desobediencia santa, porque tiene su fuente en quien propone al hombre su plenitud.