«Esta Cuaresma….voy a ayunar de criticar» me dijo un chico el otro día. La idea no es mala, ya que ha encontrado un buen aliciente para poder poner fin a algo que le hace daño. Pero, ¿realmente podríamos decir que ayunar de hacer el mal es ayunar? ¿No estamos permanentemente llamados a evitar el mal en nuestra vida? ¿O solo durante este tiempo de especial llamada a la conversión? Jesús, en el Evangelio de hoy (Mt 9, 14-15), es interpelado por los discípulos de Juan dado que sus discípulos no ayunan. Y eso les escandaliza, o les llama la atención. Realmente, ¿cuál es el ayuno que satisface el corazón de Dios? ¿El que marca la ley? ¿El que me viene bien a mí? Quizá sea otra cosa y no hemos terminado de entender aún.

«Este es el ayuno que yo quiero: soltar las cadenas injustas, desatar las correas del yugo, liberar a los oprimidos, quebrar todos los yugos, partir tu pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, cubrir a quien ves desnudo y no desentenderte de los tuyos» (Is 58, 1-9a). Las palabras del profeta Isaías nos devuelven a la realidad del sentido último del ayuno: la caridad para con el hermano necesitado. Ayuno no de algo que me haga mal sino de algo que me hace bien, porque todo lo que es bueno, a la larga, puede despistar mi mirada del Único Bueno.

Ayuno de lo bueno porque me recoloca en que el sentido de todo lo que vivo no es estar yo bien, sino hacer de mi vida un bálsamo para los que me rodean. Ayuno de lo bueno porque así veo con más facilidad que nada bueno se puede comparar con dedicar toda una vida a no desentenderte de los tuyos. Ayuno de lo bueno porque ni juntando todo lo bueno que tengo en mi vida me puedo acercar a lo inestimable que es el conocimiento de Cristo Jesús. Y así, ayunar de lo bueno me devolverá la alegría de Su salvación.