Nadie diría que su brazo va junto a él, sino que el brazo forma parte de quien es él. Un miembro del cuerpo es, en sí mismo, cuerpo. Por eso es precioso descubrir que cada uno de nosotros, desde el día de nuestro bautismo, hemos sido injertados en el mismo Cuerpo de Cristo. No es que tengamos a Cristo junto a nosotros; somos su cuerpo. De la misma manera que un brazo pertenece y aporta al total del cuerpo, cada uno de los que somos hijos de Dios por el bautismo pertenecemos al mismo Dios.

Es por eso que tiene todo el sentido del mundo que Jesús hoy en el evangelio nos recuerde que sin Él no podemos hacer nada: «Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí». Mi vida solamente es vida si dejo fluir la gracia de Dios por ella.

Ahora bien, ¿cómo conjugar mi libertad y el no poder hacer nada sin Dios? Juan de Gaza, monje del siglo V responde: «si el hombre inclina su corazón hacia el bien y pide ayuda de Dios, recibe la fuerza necesaria para llevar a cabo su obra. Por eso la libertad humana y el poder de Dios van juntos. Esto es posible porque el bien viene del Señor, pero se realiza gracias a sus fieles». Esto es dar fruto: reconocer que todo mi obrar es el mismo obrar de Dios. Que como yo soy Cuerpo de Cristo, lo que haga de bueno es el mismo Dios amando al mundo. Y todo el bien que dejase de hacer es una oportunidad perdida de que Dios pueda amar al mundo.

San José es un claro exponente de esto: un hombre sencillo y trabajador que eligió poner a Dios como principio y culminación de todos sus actos. No vivía una vida escindida: todo lo vivió como oportunidad de dar gloria a Dios con su vida. Si el santo José pudo vivir así cada día de su vida ¡cuánto más nosotros, que somos el mismo Cuerpo de Cristo!