Sábado 11-5-2024, VI de Pascua (Jn 16,23b-28)

«Pedid, y recibiréis, para que vuestra alegría sea completa. […] Viene la hora en que ya no hablaré en comparaciones, sino que os hablaré del Padre claramente». El Espíritu Santo nos enseña a rezar, ora en nosotros desde lo profundo de nuestra alma, nos llena del amor y conocimiento de Dios. Por eso, uno de los dones del Espíritu más importantes y necesarios es el don de piedad. Por este don, el Paráclito unge nuestra oración de acción de gracias, de alabanza, de bendición. Por este don, recibimos la Misericordia para dar misericordia.

«La reflexión sobre los dones del Espíritu Santo nos lleva hoy, a hablar de otro insigne don: la piedad. Mediante éste, el Espíritu sana nuestro corazón de todo tipo de dureza y lo abre a la ternura para con Dios y para con los hermanos.

» La ternura, como actitud sinceramente filial para con Dios, se expresa en la oración. La experiencia de la propia pobreza existencial, del vacío que las cosas terrenas dejan en el alma, suscita en el hombre la necesidad de recurrir a Dios para obtener gracia, ayuda, perdón. El don de la piedad orienta y alimenta dicha exigencia, enriqueciéndola con sentimientos de profunda confianza para con Dios, experimentado como Padre providente y bueno. En este sentido escribía San Pablo: “Envió Dios a su Hijo,… para que recibiéramos la filiación adoptiva. La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo…” (Ga 4, 4-7; cf. Rm 8, 15).

» La ternura, como apertura auténticamente fraterna hacia el prójimo, se manifiesta en la mansedumbre. Con el don de la piedad el Espíritu infunde en el creyente una nueva capacidad de amor hacia los hermanos, haciendo su corazón de alguna manera participe de la misma mansedumbre del Corazón de Cristo. El cristiano “piadoso” siempre sabe ver en los demás a hijos del mismo Padre, llamados a formar parte de la familia de Dios, que es la Iglesia. Por esto él se siente impulsado a tratarlos con la solicitud y la amabilidad propias de una genuina relación fraterna.

» El don de la piedad, además, extingue en el corazón aquellos focos de tensión y de división como son la amargura, la cólera, la impaciencia, y lo alimenta con sentimientos de comprensión, de tolerancia, de perdón. Dicho don está, por tanto, a la raíz de aquella nueva comunidad humana, que se fundamenta en la civilización del amor.

» Invoquemos del Espíritu Santo una renovada efusión de este don, confiando nuestra súplica a la intercesión de María modelo sublime de ferviente oración y de dulzura materna. Ella, a quien la Iglesia en las Letanías lauretanas saluda como Vas insignae devotionis, nos enseñe a adorar a Dios “en espíritu y en verdad” (Jn 4, 23) y a abrirnos, con corazón manso y acogedor, a cuantos son sus hijos y, por tanto, nuestros hermanos. Se lo pedimos con las palabras de la “Salve Regina”: “¡… Oh clementísima, oh piadosa, oh dulce siempre Virgen María!”» (San Juan Pablo II, Ángelus, 28-05-1989).

¡Ven, Espíritu de amor y piedad, de pureza y mansedumbre!