¿Quién podía imaginarse que Dios iba a escoger el camino del anonadamiento para rescatar al hombre? En nuestra cabeza parece razonable que Dios salve a los pobres, con su riqueza; a los débiles, con su fortaleza, y así con todo lo demás… pero la realidad es que Dios ha querido salvar al pobre haciéndose pobre; al débil, haciéndose débil, con un modus operandi que nadie podía prever.

Este es el carácter de novedad, de “noticia” y además “buena” que tiene el Evangelio. Si en esta historia, como en tantas películas, los fuertes ganaran, los ricos triunfaran, etc. no habría habido en esto nada novedoso ni extraordinario. La realidad es que Dios se ha querido identificar con el pequeño, pobre y pecador, con el que pone toda su confianza en el Dios, compasivo y fiel que le ama. También lo dice la Virgen María en el cántico de alabanza que surgió de sus labios cuando, llena del Espíritu Santo, cantó a Dios que “derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes; a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos”.

Cuando Jesús habla ante el sanedrín, a los principales del pueblo, está queriendo despertar en ellos la conciencia de su precariedad, de su pequeñez, de su necesidad; lo hace apelando al cántico de la viña, uno de los poemas más bonitos del profeta Isaías que en tiempo de Jesús era popularmente conocido. Por eso Jesús, al decir esta alegoría en la que cada elemento y personaje tiene su significado en la realidad, está poniendo delante de los ojos de su auditorio, la entera historia de la salvación del pueblo de Israel: su elección, los cuidados recibidos, los profetas enviados y al fin, cuando Dios ya no podía hacer más por su pueblo, les envío a su propio Hijo. Como dijo a Nicodemo en una de sus entrevistas con él: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su único hijo para que todo el que cree él no parezca, sino que tenga vida eterna”. Con esta parábola que Jesús dice a los judíos, está anunciando su propia pasión, muerte y resurrección. Él sabe que va a ser rechazado, descartado, desechado. Citando al salmo de la Pascua Jesús lo anuncia: “La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente”. Es la profecía de su Pascua, y por tanto, de su victoria. Porque Jesús se ha hecho uno con aquellos a quienes los principales de su pueblo, saduceos y fariseos mayoritariamente, despreciaban descartaban y trataban como material de desecho. Como piedras desechadas por los arquitectos. Pero su anuncio no consiguió su fin. Los que le escuchaban no se abrieron a su invitación ni acogieron la oferta de salvación que iba incluida en ella. Quisieron matarlo.

Hoy delante de ti , Señor, me pregunto si yo también te descarto, y te desprecio y te deshecho. Si considerándome el único arquitecto de mi vida no estaré trabajando en vano. “Si el Señor no construye la casa en vano se cansan los albañiles, si el Señor no guarda la ciudad en vano vigilan los centinelas”.

Hoy, Señor, te pido no revelarme ante tu palabra sino acoger con alegría la invitación, aceptarme como soy, también con mi debilidad y mi pecado, y reconocerme como elegido y lamado por tu compasivo corazón.