Generalmente, el ser humano recorre el camino de la vida intentando controlar cada día más aquello que le rodea. Controlar nos da la falsa sensación de seguridad, de creernos de que todo lo tenemos en nuestra mano. Esta quizá sea la sabiduría de nuestro tiempo: los sabios son aquellos que controlan todo, que tienen respuesta para todo, que nunca se sorprenden por nada.

Cristo, en el evangelio de hoy, eleva los ojos para dar gracias al padre por aquellas personas que no intenta controlar, por lo sencillos, por los pequeños. Cristo levanta los ojos hoy al Padre para dar gracias por aquellos que, aun con el deseo de controlar, son conscientes de que la vida no solo depende de ellos, de que no son la última palabra de la creación. Creer en Cristo, no es una seguridad ideológica, ni el argumento más fuerte con el que combatir la vida, si no, la presencia tranquilizadora del amigo que nunca falla. Jesus no nos ayuda a controlar, sino a abrazar la vida, tal y como nos venga.

Por eso, Jesús, alaba a aquellos que no intentan controlar absolutamente todo, sino que se abren a la acción fecunda del Espíritu. Muchas veces, por miedo, intentamos tener atado todo lo que nos rodea para sentirnos seguros. Pero ese no es el camino del cristiano. El camino del cristiano es el mismo que ha transitado la Virgen María, que es el paradigma de la sencillez y del fiarse del Señor. María, viéndo la realidad musita un sencillo “hágase” en el que acepta la vida tal y como le viene, sabiendo que de absolutamente todo, por raro que parezca, el Señor puede hacer su grandísima obra de salvación en cada uno de nosotros.

Por eso, el cristiano no controla, sino que abraza la vida, tal y como le viene, con la confianza puesta en aquel que le ha prometido la plenitud: el rey de los sencillos, Cristo.