«Y les daba miedo preguntarle sobre el asunto». El Señor se refiere a la Cruz; a esa Cruz sobre la que preferimos el: «no sabe, no pregunta».
Tres años se mantuvieron los apóstoles cerca del Señor sin querer preguntar sobre el particular. Tres decenios, y más, podríamos mantenernos nosotros en la misma actitud. Hoy es más fácil: hay toda una espiritualidad hermosa y poética, en la que cabe la piedad, la caridad, la oración, hasta la «mística»… y en la que no existe la Cruz. Se trata de una religión cuyo objetivo es hacer que el hombre se sienta bien, se relaje, tenga paz de espíritu.
Podríamos decir que es una alternativa perfecta al «prozac» o al «lexatin» (más barata, incluso): «voy a la Iglesia porque hay mucha paz»; «me confieso porque salgo muy tranquilo»; «desde que rezo, todo me va bien»… «Y les daba miedo preguntarle sobre el asunto»… El «asunto» es lo que distingue la piedad verdadera de la burguesa santidad «de salón».
De algún modo, todos estamos expuestos a este peligro. Rezamos, buscamos al Señor, y somos sinceros cuando decimos que queremos ser santos; pero, en cuanto hace su aparición en nuestra vida el sufrimiento, levantamos los ojos al cielo extrañados como si algo fuera mal. Nos cuesta trabajo entender que es entonces cuando todo va bien; que es entonces cuando se está cumpliendo todo aquello que hemos buscado en nuestra oración.
La Cruz no es un accidente, ni un paréntesis, ni un despiste del Altísimo. Somos discípulos de un Crucificado, y lo normal es que nuestros pasos caminen en pos de los suyos.
Queremos pedirle a la Santísima Virgen, que perdamos el miedo a preguntar sobre el «asunto»: que miremos fijamente, cara a cara, el santo Leño, y nos enamoremos de Cristo crucificado hasta tal punto que no deseemos para nosotros otra cosa en esta tierra que hacerle compañía y mitigar su soledad.