No me quito de la cabeza a esos dos pequeños, primos hermanos, corriendo como locos. No se veían en doce días, porque la riada que trajo la DANA de Valencia se había llevado por delante el puente que separaba sus dos pueblos. La cosa es que los enanos tienen año y medio cada uno. La imagen es brutal, cada uno sale de su rincón para abrazar al otro como si no hubiera un mañana. Vi la escena en el telediario de ayer.
Los niños no saben ni lo que es una DANA, ni por qué se tienen que caer los puentes, ni por qué llora un adulto, ni lo que es una región devastada. Viven de la pura alegría, quizá por eso el Señor siempre los puso en el centro de sus encuentros con los judíos. No creo que aquel ejemplo del Evangelio en el que los abrazaba y los señalaba como los auténticos propietarios del Reino de Dios, fuera un hecho extraordinario. Pienso que los niños lo buscaban cada vez que se enteraban de que aquel hombre visitaba sus pueblos. Por eso hoy, Jesús pronuncia las palabras más terribles de la Escritura. Aquél que escandalice a uno de estos, que se eche al cuello una rueda de molino y se tire al mar. La imagen es poderosísima, a mí desde luego me produce un respingo en la espina dorsal.
Nadie puede interrumpir la vida infinita del niño. Porque el niño no sabe que muere, es el gran afortunado. Su forma de vida se desarrolla en tres ámbitos: el juego, el presente y la pura confianza. Es como si una voz les hubiera susurrado ya desde la cuna que todo va a salir bien, que habrá revolcones en la vida y cosas que se malograrán, pero que nada se perderá, que todo terminará bien. No hay armas más poderosas que el juego, el presente y la pura confianza. Lo malo viene cuando se crece, y aquel susurro de la cuna comienza a evaporarse. Las novelas de los adultos ya empiezan a decirnos cuánto de macabro se esconde en el alma adulta. En “La náusea”, Sartre cuenta que el estado natural del hombre con relación a la vida es el estado de náusea profunda, una no conformidad con cuánto tiene entre manos. El niño se echaría a reír, porque sus ángeles están siempre viendo el rostro de Dios, y allí no hay más que calma.
Hay que estar más con los niños. El pasado verano mi sobrina nieta me estuvo contando durante hora y media la diferencia entre una pelota y una manzana. La pelota rueda, no se come; la manzana se come, pero no rueda. Y yo, que me hacía el tipo más torpe de la naturaleza para que me volviera a dar instrucciones, me llevaba la pelota a la boca para me corrigiera una y otra vez. No hace falta salir de este mundo para ver a Dios, el Señor no nos espera en el más allá, como al final de una carrera de obstáculos para darnos el avituallamiento último, sino que nos espera al inicio de cada día. Eso nos enseñan los niños, los niños son los umbrales de Dios. Se me ocurre llamarlos así, porque cuando un niño abre los ojos, el adulto sabe que tiene un alma inmortal, que no ha nacido sólo para mirar los correos electrónicos del trabajo y echar un vistazo a Instagram. En el niño se nos da la promesa de una vida eterna.
Insisto, hay que estar más con ellos.