Me gusta cuando una persona me cuenta que su trabajo le complace y que no es un medio para otro fin. Normalmente, la persona reparte su tiempo entre la cama y el puesto de trabajo, y eso son muchas horas, normalmente poquitas para el sueño y una barbaridad para el oficio. Cuando se trabaja mal, por desatención o aburrimiento, en el fondo se vive sin interés. Y es una lástima, en el trabajo se hacen amigos, se aprende a compartir de lo propio, nacen proyectos de matrimonio, uno entrega lo mejor de sí, se aprende, se crece, es el lugar donde se da gloria a Dios con la propia vida. Es verdad que hasta Mozart se sentiría desesperado cuando el arzobispo Colloredo le obligaba a trabajar a destajo, y que a veces afrontaría sus obligaciones con desidia, etc. Pero el poder de la música del salzburgués, si se está atento, nos sugiere que amaba su trabajo y era feliz delante de una partitura vacía.
Hacer lo que se tiene que hacer, que es un modo muy español de decir las cosas, es algo tan de a diario, que no podemos excluir el corazón. Excluir el corazón de cualquier actividad es una ingratitud hacia el Padre. La única criatura de la creación que porta sobre sí el misterio de la conciencia y el soplo divino, no puede confundirse con la hormiga, que cumple feroz la urgencia de su instinto, correteando por sus laberintos de arena, trayendo y llevando, pero sin corazón. A la pobre hormiga no le podemos reprochar nada, pero es que el ser humano es otra cosa. Hasta en el libro del Génesis se aprecia la diferencia entre el hombre y todo lo demás. En el acto de la creación, el Señor da a luz a cada una de las partes del universo por medio de la palabra, (recuérdese el “y dijo Dios… y así fue”). En cambio, en el sexto día, cuando crea al ser humano, lo hace con sus propias manos: El Señor Dios modeló al hombre con polvo del suelo, e insufló en su nariz aliento de vida, y resultó el hombre un ser viviente.
No tenemos más que una vida para vivir, sé que es una boutade, pero no se puede vivir a medias. Nadie se enamora a medias, nadie se casa a medias, nadie es padre a medias. Estamos diseñados para poner todo el corazón. “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser…” más que un mandamiento, es una exigencia de nuestra propia naturaleza. Cuando dosificamos la liamos. Deberíamos recordar con más frecuencia aquellas palabras del Señor haciendo alusión al Padre. Nos dice que Él cada día sigue trabajando, creando, formando. Dios es feliz a la hora de ponerse manos a la obra. Y entonces viene otro niño al mundo, y de repente una variedad de orquídea absolutamente única, y un ciempiés, y esas nubes que duran muy poco, y los olores de las castañas. Dios es un niño grande que tiene mucho entre manos y pone su sagrado corazón en lo que hace.
Entonces, ¿por qué convertimos nuestro trabajo en un medio para otra cosa? Quien no disfruta, no se parece a su Creador y va perdiendo su semejanza.