El ser agradecidos no puede ser un mero barniz cultural. Los padres, para enseñar al hijo pequeño qué se debe decir cuando le hacen un regalo inesperado, le preguntan “¿Joaquín, qué se dice?”, y él responde con un “gracias”, que en muchos casos dice entre dientes, porque no entiende muy bien el intercambio de una pelota por una palabra. Eso ocurre porque el niño es todavía un pequeño salvaje, que todo le llega a las manos como si fuera un regalo: la presencia de la madre, la comida diaria, el sol, los amigos, la clase de matemáticas, el partido de fútbol. Todo es gratuito.

Sin embargo, llega un momento en que el niño se da cuenta de que hay mucha gente a su alrededor que le va poniendo cerca los favores, y que no es un reyezuelo a quien el universo le rinde pleitesía. Y si el niño es sensible, llegará a preguntarse que el regalo de vivir se lo tiene que deber a alguien que le “ha puesto en marcha” en esta aventura. Entonces el mundo se convierte en un perpetuo vínculo de los unos con los otros. Y del vínculo, nace el agradecimiento. Me lo contaba esta mañana una chica de diecinueve años que se fue el viernes pasado, con ocho amigos de clase, a un pueblo de Valencia, uno de los más castigados por la DANA de hace quinces días. Me da igual si para ellos supuso una aventura el levantarse a las cinco de la mañana e ir juntos en una furgoneta. Visto así, es como un planazo de juventud en el que lo pasas bien y además eres útil. El regalo se lo encontraron allí. Me dice que nada más llegar, alguien les llamó para achicar agua en su garaje, y más adelante, una mujer les gritó que por favor la ayudaran en su peluquería, que sigue con barro hasta el marco de los espejos. De cada persona recibieron un gesto de profundo agradecimiento, no se los podían quitar del cuello, les lloraban y les decían que se tenían ganado el Cielo, que menuda juventud… La chica me dijo que estaban conmovidos por el agradecimiento, que si en el viaje de ida iban todos cantando, a la vuelta cada uno iba envuelto en su silencio. Es increíble cómo con tan poco, el corazón humano se vuelve profundamente agradecido. La expectativa de aventura se convirtió en una experiencia profundamente humana.

El agradecimiento es reconocimiento. Yo le doy gracias todos los días a los maestros de música cuyas obras escucho a diario. Y sé que estarán cerquita de Dios, porque hacer tanto bien merece el premio mayor. Nada debería ocurrirnos sin agradecimiento. La filósofa judía Hannah Arendt decía que sin reflexión, el hombre saca al genocida que lleva dentro. Son palabras duras, pero es verdad que sin pensar el hombre se queda con el común denominador de los mamíferos. El leproso del Evangelio de hoy volvió a agradecer al Señor el milagro de su curación, y el Señor le reconoció el gesto. Porque, ya digo, hemos nacido para el vínculo, los unos, los otros… todos tenemos un quehacer y un agradecimiento, sólo así advertimos el paso de Dios entre tanta bruma de egoísmo.