Como se nos escapa el año litúrgico, ahora aparecen esas lecturas de postrimerías que hacen tanto daño y nos dejan perplejos, “después de la gran angustia, el sol se oscurecerá, la luna nos dará su resplandor, las estrellas caerán del cielo, los astros se tambalearán…Las sectas fundamentalistas del cinturón sur de los EEUU, interpretan la Escritura al pie de la letra. Es decir, que si Jesús dijo que no había venido a traer la paz al mundo sino la guerra y la división, pues se compran un winchester y se balancean en la hamaca de su porche esperando que venga el primer ingenuo desprevenido para recibir su dosis de Sagrada Escritura.

Cuando hace años me tocó estudiar la Palabra de Dios, apareció una asignatura que llevaba por título “Literatura apocalíptica”. Es decir, que existía un género literario semítico muy típico de la época, por el que a través de una serie de conceptos conocidos se contaba que el mundo era finito y que habrá una transfiguración de todo cuanto existe. Lo primero es una realidad, lo segundo una promesa. Una prueba elocuente de que las cosas son finitas es ver, en los informativos de estos días, el cadáver de la última ballena jorobada arrastrada por las aguas de la Patagonia, con mil pelícanos aprovechándose de su carne sin vida. La promesa de la transfiguración, sin embargo, nos habla de que nada se perderá, porque las palabras del Señor no pasarán. “Yo soy la vida”, no la vida que se corrompe a su suerte, sino una vida mantenida por la relación con su autor.

Todas las desgracias que leemos en el Evangelio de hoy son las desgracias de la humanidad, sabemos que la historia cuenta en su haber con varios capítulos de horrores. En Auschwitz se cayeron todas las estrellas del cielo para la familia de los judíos, y a las madres que no vieron el regreso de sus hijos tras la Segunda Guerra Mundial, les llegó una profunda oscuridad a sus almas, se les cayeron encima todos los planetas del cielo. Pero, a pesar del ruido del horror, Dios promete la esperanza de una vida plena.
Siempre me ha sorprendido que en los momentos de desesperación es cuando aflora, como un corcho sumergido, la necesidad de una explicación religiosa. A mí me pasó durante aquellas jornada del COVID que nos parecen tan de otro siglo. Nunca confesé en mi vida a tantos médicos y enfermeras, parecía que la velocidad de la pandemia les urgía a a recomponer sus propias vidas. Ocurre también cuando alguien va a entrar en la sala de operaciones, aunque lo suyo sólo sea una hernia inguinal, la gente pide la unción de enfermos por sí al profesional se le va la mano y de repente el paciente se pone en presencia del Dios de la vida.

En circunstancias dramáticas es cuando el ser humano entiende que él no puede darse sentido a sí mismo, y que la fragilidad no le define. Que no te gamos miedo a los horrores, porque los horrores no son los momentos finales de la humanidad. Dios es la última palabra. Qué adecuadas las palabras del Papa Francisco, que desde el primer momento de su pontificado habla de la Iglesia como hospital de campaña. El espacio donde curar los temores más escondidos del ser humano