Jesús, al pasar cerca de un ciego, no deja de gritarle: “¡Hijo de David, ten compasión de mi!”. Le grita porque antes ha oído a la muchedumbre y preguntó que era aquello. La disposición a escuchar es el primer paso. Tenemos que aprender siempre a escuchar de nuevo la voz de Dios que nos llega de mil maneras: la Sagrada Escritura, la oración las palabras de un amigo. Cuando le dicen que era Jesús que pasaba no duda en gritar y pedir que Jesús tenga compasión de él. Pidamos al Señor que nos haga sensibles a su presencia, nos ayude a escuchar, a no cerrar nuestros oídos, nos conceda tener un corazón libre y abierto a Él. El ciego no ve a Jesús, pero se fía de quienes le han dicho que era Jesús y se sabe delante de él. Y entonces le abre el corazón, sin que le importe mucho que la gente le oiga.
Este hombre tiene una dificultad importante para su vida: la ceguera. Sin embargo, no apela a su necesidad sino al corazón de su Cristo, invoca su compasión, su capacidad para compadecerse de él. Cualquiera de nosotros ante las dificultades que podamos experimentar en nuestra vida, quizás nos saldría primero “gritarle” la causa de nuestro sufrimiento, poniendo en primer lugar nuestra necesidad y no la compasión de Cristo, el reconocimiento de que él ha asumido todos nuestros sufrimientos y por ello puede compadecerse de nosotros. Es la primera lección que nos deja este encuentro del ciego con Jesús.
Sólo cuando el Señor se dirige a él para preguntarle el ciego sabe pedir: “Jesús se paró y mandó que se lo trajeran. Cuando estuvo cerca, le preguntó: ¿Qué quieres que haga por ti?”, responde enseguida: Señor, que recobre la vista”. Si el Señor se dirigiese a mí con una pregunta similar ¿sabría qué pedirle? ¿Acertaría con lo más importante para mi felicidad? ¿Sabría acertar con la única cosa necesaria?
María nos muestra el camino para acertar con esa petición: “he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”.