El evangelio de hoy (Lc 12,13-21) nos pone frente a una verdad muy actual: la facilidad con la que dejamos que el dinero, las cosas o la seguridad material se conviertan en el centro de nuestra vida.

Jesús no critica tener bienes o planificar —eso puede ser necesario y responsable—, sino poner nuestra confianza en lo que tenemos y no en Dios. El problema del hombre rico no es su cosecha abundante, sino su mirada: todo gira en torno a él. Dice “mis graneros, mis bienes, mi alma…” No hay lugar para los demás ni para Dios.

Podríamos traducir esta parábola a nuestro día a día fácilmente. Por ejemplo, una persona que se obsesiona con el trabajo para ganar más dinero, sacrificando tiempo con su familia, amigos o su salud, o alguien que mide su valor por los seguidores que tiene, por la ropa que viste o por el móvil más nuevo, pero no se siente más feliz ni más lleno.

Jesús nos recuerda que la vida no se compra ni se asegura. Es un regalo que se vive en relación, no en acumulación. Lo que vale no es cuánto tengo, sino cuánto comparto, cuánto confío, cuánto amo.

Ser “rico ante Dios” es vivir con el corazón abierto, compartir lo que tengo con quien lo necesita, saber disfrutar de las cosas sin que me dominen, agradecer cada día, incluso en lo sencillo: un café con un amigo, una llamada, un rato de silencio, una oración.

Quizá Jesús hoy nos diría: “No te preocupes tanto por llenar tus graneros, preocúpate por llenar tu corazón.” Porque al final, lo único que nos llevamos no son los bienes, sino el bien que hemos hecho