Estoy escribiendo este comentario a las 21.27 del lunes 1 de diciembre, fiesta de San Carlos de Foucauld, a quien tengo un afecto muy grande, y digo afecto porque es verdad, a mi tatarabuelo le he tenido menos trato aunque sea de mi sangre, porque a este no lo conocí y a aquel lo conozco mucho, y me cuenta a diario su experiencia de Dios, todo está en sus textos maravillosos. Es decir, estoy escribiendo la víspera del día en que tú, lector, estarás leyéndome. Hoy he visto a Carmen, hemos tenido las cuatro manos entrelazadas durante una hora larga. Cuando estés leyendo estas letras, Carmen no estará ya en este mundo, sino delante de Dios, el Todomisericordioso. A las 12.30 le han programado la muerte que ella ha pedido. Pero ha sido muy raro que nos hayamos encontrado. Lo normal es marcharse sin que nadie se entere, sin embargo, Carmen ha llamado a un sacerdote para que esté con ella la víspera de su partida. ¿Quería que yo la disuadiera de su decisión? Me temo que no, sólo quería mis manos, y que oyera su dolor. Es ciega y está a punto de quedarse sorda. Me he acercado tanto a su oído derecho para hacerme oír, que me ha dado vergüenza. Le he dicho cosas muy despacio, “¿sabes?, hoy he salido del coche, he pisado las hojas pequeñas del otoño que se movían en el pavimento, la temperatura era perfecta, había llovido, pero parecía que hubiera llovido hacía mucho tiempo, luego he hablado con amigos en la puerta del hospital, dentro se estaba caliente… Todo eso me ha pasado porque tengo vida, como vida tienes tú, y las vidas son así de inadvertidas y pequeñas, porque lo que nos sucede nunca es una gran noticia”. No lo ha entendido, me ha hecho jurar que no intente llevarle la contraria, que el informe de la eutanasia está firmado y es irrevocable, que no quiere verse empequeñecer a diario en una residencia con seres que se van deformando como ella. “Pero hay tanta vida en esta vida, Carmen. Acabo de venir de la zona de ingresos de psiquiatría, he hablado con una chica que estuvo a punto de irse por propia voluntad, pero una voz muy pequeña siempre la retiene, porque sabe que en el fondo… este mundo está bien hecho”. Carmen es creyente, a su manera. Está enfadada porque dice que Dios es mudo, y dice además que nació hace 84 años para que todo le fuera torcido, “nada nace torcido, para Dios no, para Él nunca…”, pero no me oye. Sólo quiere confesarse por lo que va a hacer mañana, hoy, lector, y le pide perdón a Dios por su debilidad, porque sus hijos no la quieren y ve un futuro muy negro, “¿el futuro?, ¿dónde está el futuro, Carmen?, si no existe”. Me ha hecho daño en las manos de tanto apretármelas, “¿te das cuenta de que si no me hubieras llamado no habríamos tenido este encuentro?, si te vas, te llevas un poco de lo que hemos construido ahora, entonces yo también tengo algún derecho a meterme en tu vida porque ya nos conocemos”. No creo que lo haya entendido, está muy ofuscada y sólo quiere irse. Pero percibo que su dolor está interiormente dialogando con Dios. Me ha llamado como intermediario de una decisión que sabe que no es adecuada, pero grita que por favor la reciban en el más allá con ternura, “porque alguien me tiene que entender de una vez”. Y le digo, “pero si te vas, dejas mucho, y dejas además la incertidumbre de lo que aún no sabes, como de repente esta pizca de amistad que acabamos de hacer”. Pero no lo entiende. Y hoy no dejo de rezar por ese encuentro entre el dolor de una persona que sufre y la todopoderosa Misericordia de Dios. Y Él sabrá qué hacer, yo sólo he podido estar más de una hora con sus manos entre las mías, escuchándola pedir perdón por ser tan débil.
“Es mentira que nacemos solos. Es mentira que morimos solos” (Anna Gual)