Ayer celebramos la muerte del Señor, su ofrecimiento en la cruz. Muerte verdadera del que ha dado su vida por nosotros. Después lo bajaron de la cruz. Todos hemos visto esas imágenes en las que el cuerpo ya sin vida del Jesús es puesto en brazos de su Madre. Ella que lo había abrazado cuando entró en este mundo también lo sostuvo tras el sacrificio del Calvario. Después, sabemos, lo depositaron en un sepulcro
El sábado santo nos hace presente el “silencio de Dios”. Aunque conocemos el desenlace no hay duda de que, en muchos momentos de la historia, revivimos la experiencia del Sábado Santo. Las palabras del Señor en la Cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿porqué me has abandonado?” y “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu”, se entremezclan en nuestra oración en los momentos de mayor oscuridad, ante grandes catástrofes, crímenes especialmente crueles o momentos personales de angustia.
Entonces entramos en el silencio. En una espera silenciosa. Sabemos que Dios va a actuar aunque desconocemos la manera. Dijo el Papa Francisco: “ Es un silencio que habla y expresa el amor como solidaridad con los abandonados de siempre, que el Hijo de Dios alcanza colmando el vació que solo la misericordia infinita del Padre Dios puede llenar”.
Hoy, junto a la Virgen María, nos mantenemos a la espera. Pensamos en la desolación de sus discípulos y de tantas personas que le seguían y querían. También en todos los que en nuestro tiempo muchos caen en el abismo de la desesperación o se encuentran en caminos de dolor que piensan no tienen salida. Jesús descendió a los infiernos (a los lugares inferiores en los que los justos esperaban la redención), y liberó a Adán y a todos los que le habían precedido confiando en la salvación. Pero eso escapa a nuestra sensibilidad. Lo confesamos en el credo pero no somos capaces de formarnos una imagen adecuada.
Sin embargo tenemos a la Virgen María. Ella había permanecido junto a su Hijo en la Cruz. Ella se había unido al sacrificio de Jesús y había participado de su entrega. Como le había sido profetizado una espada traspasó su alma. Fue el suyo un martirio espiritual. Su sacrificio no fue cruento, pero íntimamente unida a Cristo ofreció a su Hijo y se ofreció con Él. Si alguien sintió la muerte de Cristo fue ella. Sin embargo ella también permaneció firme en la esperanza. Como nadie, desde la oscuridad de la fe, había acogido en su corazón las palabras de su Hijo y no dejaba de meditarlas. Nos unimos a María para comprender lo que Jesús ha hecho por nosotros y también para velar en la esperanza. Junto con ella esperamos la gran noticia de la resurrección. Dijo también el Papa Francisco: “Pensemos mucho cómo la Virgen vivió aquel Sábado Santo; en espera. Es el amor que no duda, pero que espera en la palabra del Señor para que se haga evidente y resplandeciente el día de Pascua”.
“*¿Dónde estoy yo hoy?¿ Me mantengo, quizá, aún lejos y no quiero acercarme a Jesús, no quiero ir a buscarlo, no quiero esperarle?
*¿Cuáles son mis movimientos interiores, cuáles son las actitudes de mi corazón? ¿Quiero seguir a las mujeres, entrar en la noche y en la muerte, en la ausencia, en el vacío?
*¿Se abren mis ojos para mirar atentos el lugar de la sepultura, a las piedras talladas, que ocultan al Señor Jesús? Quiero hacer una experiencia de contemplación, es decir, ver las cosas con un poco más de profundidad, más allá de la superficie? ¿Creo en la presencia del Señor, más fuerte que la de la tumba y de la piedra?
*¿Acepto regresar, también yo, junto con las mujeres? Es decir, ¿de hacer un camino de conversión, de cambio?”
¡Maravillosa reflexión de Rafael E.! Dios vivo siempre está en nuestras vidas. Él no se muda. Nosotros debido a nuestro pecado, egoísmo, y sentimiento de autosuficiencia, nos alejamos de Él, pensando que vamos a ser más felices manteniendo al Señor a distancia. Seamos como los discípulos, como María Magdalena, que en nuestro desierto interior, buscamos de corazón al Señor con sinceridad y transparencia. Allí está, esperándonos.