Estar en los momentos buenos es fácil. Compartir la alegría, la fiesta, el descanso es relativamente fácil. A un buen plan todo el mundo se apunta. Pero en los momentos difíciles es más complicado. Acompañar a un enfermo al lado de su cama durante horas, estar con la persona que está pasando una depresión, acompañar al que han difamado o se ha arruinado o está mal visto en ese momento…, eso es más difícil, pero ahí se descubre quién de verdad te quiere.
Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María, la de Cleofás, y María, la Magdalena…, y también Juan.
Estar junto a la cruz no es fácil. Muchas veces se quiere presentar un cristianismo sin cruz. La Misa es una fiesta, la confesión no es necesaria, lo importante es ser feliz, realízate, anuncia el gozo y la dicha…, pero huye de la cruz. Somos como las multitudes que aclamaban a Cristo, pero se esconden a la hora de la prueba. “Porque yo os transmití en primer lugar, lo que también yo recibí: que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras; y que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras.” La resurrección llega, pero a través de la cruz.
Pero claro, no es fácil acercarse a la cruz. En la cruz está un condenado, se respira ambiente de muerte, la gente se burla del desdichado y tenemos que aguantar las miradas de desprecio. María está al pie de la cruz, su amor es mucho más grande que todo el odio que se respira alrededor del madero. Tal vez, tu y yo, tengamos reparo en acercarnos a la cruz, nos parecerá incomprensible y escandalosa, como a la mayoría de los apóstoles. Pero Juan ve a la Virgen y no duda en acompañarla a ella. Tal vez allí, donde la divinidad de Jesús se oculta y su humanidad se va desfigurando la fe de Juan en Jesús se tambalea, pero se apoya en María y donde está ella no duda en estar él. María comparte su fe, su esperanza y su dolor con el discípulo amado y Juan no duda en estar donde está María y así participa de la redención de los hombres de una manera singular y privilegiada.
No dejes que la gracia de Dios se frustre en ti. Cuando acompañes al que sufre hazlo junto a la Virgen. Ella te dará fuerzas para compartir su dolor y para transmitir la fe y la esperanza de que para Dio son hay nada imposible, no hay nada perdido.
En el rezo del santo rosario contemplamos la vida de Jesucristo con los ojos de María. Por eso es tan buena costumbre rezar el Rosario a diario y poner “nombres” a cada Avemaría, especialmente por los que más sufren y necesitan de nuestra cercanía.
Y desde aquella hora, el discípulo la recibió como algo propio. Recibe a María en tu casa y ella te llevará a Cristo, sea en los dolores o en la gloria. Ahí está tu Madre, ahí estarás tú.
Querido hermano:
Qué terrible desgracia la de aquellas madres que tienen que ver morir a sus hijos víctimas de la droga, de la violencia, de los accidentes de tráfico, de las enfermedades siempre inesperadas.
Madres olvidadas, despreciadas, abandonadas en la cruz de un amor no correspondido, de un amor traicionado, de un amor egoísta que les ha herido su cuerpo y especialmente, su estima y dignidad.
Pero madres que, aun en su soledad, han sabido caminar acompañando a sus hijos destrozados por la cruz. Nos acordamos también de esa madre, tan arrinconada, combatida, que es la Iglesia; muchos la critican, la discuten, incluso dentro de su mismo regazo.
María es no solo la madre del Crucificado, sino también la madre de todos los crucificados, la de todos aquellos que por múltiples razones, son crucificados en nuestra sociedad. Muchos están clavados a la cruz porque no son como nosotros, son negros, blancos, amarillos; son judíos, protestantes, musulmanes; son homosexuales; son de derecha, de izquierda.
Miramos a los demás con gesto acusatorio y tratamos de excluirlos, pero Jesús toma sobre sí, todas las recriminaciones que los seres humanos nos hacemos unos a otros. Jesús está entre nosotros como un excluido, un rechazado.
Ser cristiano es reconocer que a los pies de la Cruz nace nuestra familia, de la cual nadie, absolutamente, puede ser excluido. Somos hermanos y hermanas los unos de los otros. En Cristo, somos verdaderamente de la familia humana, llevamos la misma sangre; la sangre de la Cruz.
Jesús se siente conmovido por las lágrimas de su madre, viuda y sola, y de todos y cada uno de nosotros, huérfanos. Por eso, ¡qué regalo tan valioso el que desde la Cruz nos hizo Jesús!: «Mujer ese es tu Hijo. Hijo esa es tu Madre».
Virgen María, aunque indigno, sucio y golpeado, recíbeme como hijo tuyo; cuídame, defiéndeme, ayúdame en mis necesidades. Ayuda a tantas madres que lloran desconsoladas la muerte de sus hijos. Acoge, maternalmente, a tantas personas que se sienten excluidas y rechazadas.
Gracias, Jesús, por habernos dado a tu madre para que sea también nuestra Madre. A la que cada día le rezo el Santo Rosario, y mientras viva en este mundo lo seguiré rezando. Tu hermano en la fe: José Manuel.