Habríamos dado el brazo izquierdo por escuchar la conversación de Jesús y su Padre en aquel promontorio pelado. Sólo con ver las manos del Señor nos bastaría, si tenía o no cerrados los ojos, si se movía ligeramente. Porque el amor lleva a buscar los pequeños matices de quien uno se entusiasmó. Aunque luego, cuando los discípulos le sugirieron que les regalara el misterio de la oración cristiana, el Señor se arrancó con el Padrenuestro. En esas palabras sagradas está todo: la confianza, la determinación, la petición de auxilio para no mandarlo todo a paseo (Santa Teresita dixit), etc.

Hoy vemos al Señor en lo alto del cerro recogido en profunda intimidad, no mirándose a sí mismo, sino mirando al Padre en Él. Sabemos cuál fue el orden del día de su oración, sí señor, no porque seamos muy listos, sino porque vamos por delante en la lectura de la Sagrada Escritura. Fue una oración detenida por aquellos que al día siguiente elegiría como apóstoles, y que hoy aparecen con sus nombres en el Evangelio. El Señor debió rezar por su fidelidad, pero antes pidió al Padre que no se asustaran, que se enteraran bien de su vocación. Leí recientemente en una novela de Emmanuel Carrère, siempre tan sabroso en lo que cuenta, que un profesional de la magistratura se dedicaba a escuchar con detenimiento a sus clientes, pero no solo a oírlos, sino a tratar de averiguar lo que son capaces de descubrir los tipos que tenía delante. Esta segunda parte del cometido de la escucha es muy importante, y el Señor hizo de ella el leitmotiv del final de todo sus discursos, ¿habéis entendido bien esta parábola?, el que tenga oídos que oiga; si no entendéis esta parábola, ¿cómo entenderéis las demás?

Cuánto detenimiento del Señor con el ser humano. Es maravilloso. Yo siempre he pensado que el único camino de la Iglesia en este siglo XXI, es el de escuchar con propiedad a quienes asistimos. Escuchar con propiedad es no poner la atención en otro lugar que en el vértice del alma de cada persona, ver cómo se duele y de qué se alegra. Pero eso supone tiempo. Pienso muchas veces en la labor maravillosa de los médicos de familia, los médicos de base, como dicen los italianos. Los pobres terminan por dedicar cinco minutos al paciente, lo que puede conllevar un tratamiento funcionarial y una receta general que en nada se parece al trato personal. Pero lo mismo ocurre con los jueces de primera instancia, tan acostumbrados a asuntos de menudencia, colisión de intereses de vecinos por un muro de separación, embargos, los planes cotidianos del penalista, del civilista… Sin embargo, cada expediente se refiere a una historia singular y requiere una solución jurídica particular. Por eso el Señor reza por cada uno de los doce, porque ya los lleva dentro desde aquel cerro separado del mundo.

¿Quieres ser cristiano? Dale tiempo a la gente, no despaches, ofrécete para un café, aunque sea en un momento inoportuno, desgástate en la escucha, lanza tu reloj al océano, provoca en el otro su conciencia de singularidad absoluta. Hay gente que manifiesta su amor dando de comer a quien quiere, haciéndole regalos de comida y postres buenísimos. Otros lo hacen regalando pantalones y camisas. El mayor gesto de amor quizá sea abandonarnos a la situación personal de quien solicita mi presencia, poniendo un tiempo en común.