Hoy en el Evangelio tenemos una escena de exorcismo, de esas de abandonar la sala del cine, algo bastante brutal a ojos de cualquiera. Hay un ser humano, profundamente disociado, que habla desde un territorio sagrado, la sinagoga del pueblo. En breve pasará de una intimidad ocupada por la negrura de un “espíritu inmundo”, así se le llama en el texto, al retorno a un estado de claridad. Una acción imposible para el hombre, porque no podemos mover ciertas cosas, aunque nos preciemos de haber llegado a Marte. Hay ángeles y hay espíritus emponzoñados, y no hablamos de libélulas. Parece literatura de ciencia ficción, pero el Evangelio relata el caso de hoy como si su redactor fuera un periodista temblón que aún lleva el espanto en la cara. No podemos desplazar el mal con nuestras propias manos, no nos cabe, no hay fuerza, no hay nada que hacer. Por eso viene Cristo, para quitar de en medio toda esa maleza asfixiante que se adhiere a nuestra ropa, lo que para el hombre es imposible. Los espectadores dicen que jamás habían visto una enseñanza así, realizada con autoridad, y una autoridad tan apabullante. Claro, en el Antiguo Testamento, las enseñanzas de los profetas se parecían más a las historietas que se cuentan con moraleja, pero lo del Señor rebasaba la posibilidad humana.

San Marcos quiere ofrecernos el verdadero rostro de Jesús, es su maxima preocupación durante el relato de su evangelio. Y ese rostro está justamente en las antípodas de la personalidad bifronte de Jano, el famoso dios romano de los nuevos comienzos. Por eso el primer mes del año se denomina Jano, en inglés january, en italiano gennaio, en español enero. Es el mes que mira hacia atrás (el año anterior) y hacia delante (el año iniciado con sus días por venir). Jesús no tiene dos personas adosadas en su interior, en Él hay una profunda integridad. Su voz, sus oídos, se dirigen a alguien. Actúa de persona a persona, todo su interés está concentrado en quien tiene enfrente, en Él no existe la dispersión, la multitarea, en definitiva, la distracción. Quienes sí intentaron de verdad darnos la imagen de Cristo fueron los adustos iconos orientales. Digo adustos porque pretendían combinar esa unificación humano/divina en un sólo gesto y en cada sentido que ofrece el rostro. Algo francamente difícil. Por eso se hace a veces distante el lenguaje del icono.

Cristo tampoco es un hombre aupado entre los demás debido a su propia doctrina. Cosa que sí les pasaba a Séneca, a Sócrates, a Marco Aurelio, todos tenían mucho que decir y crearon escuela. Pero no está en el decir lo que Jesús ha venido a traer, sino en la pasión por juntarnos a su persona divina, por eso echa fuera todo lo que impida el encuentro. Está diciendo con sus obras ordinarias y milagrosas, “venid a mí, yo os quitaré del pecho vuestro desorden y os reconoceréis como criaturas salidas de mis manos. Ya no habrá  en vosotros disociación, ni dejaréis pasar al espíritu del mal. Veníos, buscad mi amistad y dejad que yo ponga el resto”.