“E instituyó doce para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar, y que tuvieran autoridad para expulsar demonios”. Estos doce enviados por Cristo al mundo con su autoridad son unos de los vínculos de unidad en la Iglesia, por supuesto que el vínculo de perfección es la caridad (cf. Col 3, 14), “pero la unidad de la Iglesia peregrina está asegurada por vínculos visibles de comunión: la profesión de una misma fe recibida de los apóstoles; la celebración común del culto divino, sobre todo de los sacramentos; y la sucesión apostólica por el sacramento del orden, que conserva la concordia fraterna de la familia de Dios” (Catecismo de la Iglesia Católica número 815).
A margen de estos vínculos visibles no se puede construir la unidad. Nosotros no hemos empezado a creer solos ni los contenidos de la fe, aquello que creemos, se nos ha ocurrido a nosotros. Hemos recibido la fe como un don de Dios, pero transmitida en y por la Iglesia. Los contenidos han sido custodiados por los apóstoles y sus sucesores, es decir por el Papa y los obispos a través de la historia. De modo que hay una directa conexión entre la fe apostólica y la nuestra. Esto bastaría para despertar en cada uno sentimientos de gratitud. En primer lugar, al Dios, pero también a la Iglesia en la persona del Santo Padre y de nuestros obispos. Se ha de constatar en nuestra oración por nuestro obispo, por quien pedimos en la celebración de la Santa Misa, por el respeto y cariño con nos referimos a ellos y les tratamos.
Cristo, después de su resurrección encomienda a Pedro el cuidado y gobierno de sus seguidores: “cuando hubieron comido, Jesús dijo a Simón Pedro: Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos? Le respondió: Sí, Señor, tú sabes que te amo. Le dijo: Apacienta mis corderos. De nuevo le preguntó por segunda vez: Simón, hijo de Juan, ¿me amas? Le respondió: Sí, Señor, tú sabes que te amo. Le dijo: Pastorea mis ovejas. Le preguntó por tercera vez: Simón, hijo de Juan, ¿me amas? Pedro se entristeció porque le preguntó por tercera vez si le amaba, y le respondió: Señor, tú lo sabes todo. Tú sabes que te amo. Le dijo Jesús: Apacienta mis ovejas” (Jn 21, 15-17). Cristo ha querido fundar su Iglesia sobre la “Roca de Pedro”, que sólo “subsiste” en la Iglesia Católica, como recuerda el Concilio Vaticano II en la Constitución “Lumen getium número 8: “la única Iglesia de Cristo…, Nuestro Salvador, después de su resurrección, la entregó a Pedro para que la pastoreara. Le encargó a él y a los demás apóstoles que la extendieran y la gobernaran… Esta Iglesia, constituida y ordenada en este mundo como una sociedad, subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los obispos en comunión con él».
Los Padres de la Iglesia tenían una vivísima de consciencia de ello y han acuñado expresiones preciosas: “¡no te separes de la Iglesia! Ningún poder tiene su fuerza. Tu esperanza es la Iglesia. Tu refugio es la Iglesia. Tu salud es la Iglesia. Ella es más alta que el cielo y más dilatada que la tierra. Ella nunca envejece: su vigor es eterno” (San Juan Crisóstomo, Consideraciones sobre la Iglesia). San Cipriano: «Nadie puede tener a Dios por Padre, si no tiene a la Iglesia como madre» (De cathol. Ecc. Unitate, 6)
Que María, Madre de la Iglesia nos lleve por ese camino de unidad en el amor a la Iglesia.
A todos –de una forma u otra– nos ha llamado Cristo para que le sigamos de cerca, le imitemos y le demos a conocer, haciendo presente en el mundo la obra de la Redención hasta que Él venga: «todos los fieles de cualquier estado y condición de vida están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad, santidad que, aun en la sociedad terrena, promueve un modo más humano de vivir»(Concilio Vaticano II). Esta plenitud de la vida cristiana pide la heroicidad de las virtudes, y se pondrá particularmente de manifiesto en circunstancias en las que el estilo de vida o los fines que muchos se han propuesto en su vida están lejos del ideal cristiano. El Señor nos quiere santos, en el sentido estricto de esta palabra, en medio de nuestras ocupaciones, con una santidad alegre, atractiva, que arrastra a otros al encuentro con Cristo. Él nos da las fuerzas y las ayudas necesarias.
En realidad, la Iglesia somos todos los que creemos en Ella; el Cuerpo de Cristo. Los miembros de la jerarquía la dirigen, pero todos la formamos.
Que no se nos olvide cuando hablamos de la Iglesia u oímos criticarla.
Esto implica, desde luego, una responsabilidad: la bondad y la labor de la Iglesia depende, pues, de nuestra actuación en nuestro entorno.
Hagamos lo posible cada uno para estar unidos como rezamos en la misa de cada día.
Dios nos ama.