Estamos tan malacostumbrados, por la injerencia brutal del ego, clamando protagonismo a todas horas, que cuando el Señor dice en el Evangelio que somos la sal de la tierra y la luz del mundo, nos creemos líderes de una secta de elegidos. O tipos que han nacido con vocación de aceite, siempre por encima del agua de los otros, pobrecitos. Yo he nacido, dice el necio, para ser contemplado, que me vean y se pongan a enumerar cualidades. Yo soy, dice el necio, quien dice a los demás lo que tienen que hacer, porque esto es así y no de otra manera. Qué triste. Si somos sal y luz, es porque servimos, y para estar a disposición hay que dejar morir la mala hierba del ego.

Hoy he tenido una conversación apasionante con un amigo que está a un paso de la jubilación. El trance como que no le hace mucha gracia, necesita ocupar todo su tiempo para recordarse que la vida sigue rebosante de actividades. Le digo que no hace falta volver a la agenda, que se ponga a respirar y canturrear por las esquinas, que es la mejor manera de agradecer a Dios el haber salido de sus manos. Hemos hablado de temas de siempre, y del gran asunto: ¿cómo se oye la voz de Dios? La verdad es que no hay una respuesta de ecuación de logaritmos, porque Dios no se ciñe a una fórmula. Sin embargo, le he contado lo que me pasó ayer por la mañana.

Estaba de guardia en el hospital y me llamaron a primera hora (en italiano se dice de una forma bellísima: “di buon mattino”, como haciendo ver que el hecho de madrugar contiene en sí mismo una belleza). Una mujer de noventa y tres años, de aspecto increíblemente juvenil, me dice que se ha tragado un hueso de albaricoque, que tiene perforado el estómago y que si no la operan, no lo cuenta. Ella dice que no, que no se opera, que tiene su vida preparada para el encuentro con Dios, que no quiere dar guerra a sus hijas con la lata del postoperatorio, “¿para qué?, ¿para alargar mi vida?, ¿dos años más? Que el hueso haga lo que tenga que hacer, que yo estoy de partida”. Me cogía la mano mientras ponía en voz alta sus reflexiones. La confesé y le di la unción. A mi amigo le conté esta historia reciente, porque pienso que a Dios se le oye de cerca cuando uno se pone en disposición de servir. Si no hubiera estado a disposición, con el móvil del hospital encendido, me habría perdido este encuentro que me provocó luego mucho silencio delante del Señor. Y Dios viene por ahí…

En el fondo, ser la sal y la luz, es estar a disposición. Es que de verdad que no es más que eso, y entonces a Dios le abres las ventanas. No somos los de arriba, somos los de dentro. No somos los perfectos, sino los que ponen el corazón en la búsqueda de la verdad. No somos los que enseñan, sino los discípulos del Maestro. En la ceremonia de ordenación sacerdotal, el candidato oye su nombre y dice “aquí estoy”. Cuando la novia se casa con su chico, le dice: “yo, María, te recibo a ti Joaquín…” Se ha operado un cambio de posición. Los discípulos del Señor no se contentan con la conservación de la especie, sino que quieren prestar atención, ponen un anillo en su dedo que les recuerda que no se pertenecen a sí mismos. Y todo se convierte entonces en la posibilidad de la voz de Dios.