“Vamos a la otra orilla… Se levantó un fuerte huracán y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua”. No es la primera vez que los evangelios nos recogen esta situación de tormenta en el lago de Galilea con los apóstoles embarcados. En el texto de hoy encontramos algunas cosas que sólo aparecen aquí. Los apóstoles, en lugar de pedir ayuda a Jesús, se vuelven para presentarles sus quejas y pedirle explicaciones: ¿No te importa que nos hundamos? Es un duro reproche porque supone pensar que Jesús se desentiende de ellos, que no le importa lo que les suceda. Quizá sea lo que más le doliera.

Todos pasamos en nuestra vida por diversas tormentas: contrariedades, enfermedades, dificultades en el trabajo… Y también, no pocas veces, como los apóstoles, nos hemos dirigido al Señor desconcertados, porque parece “dormido”. En esos momentos el silencio de Dios nos deja desconcertados y a veces nos ganará el temor y la impaciencia. La pregunta que podemos hacernos es la razón de ese silencio de Dios. La experiencia diaria de cada hombre muestra en qué medida la necesidad de recibir de Dios una palabra o ayuda queda a veces como tendida en el vacío. La misericordia de Dios, de la que tanto hablan las Escrituras y la catequesis cristiana, puede hacerse a veces difícil de percibir a quien pasa por situaciones dolorosas, marcadas por la enfermedad o la injusticia, en las que aun rezando no parece obtenerse una respuesta. ¿Por qué Dios no escucha? ¿Por qué, si es un Padre, no viene en mi ayuda, ya que puede hacerlo? Seguro que no es porque no le importemos. Ha dado la vida por nosotros. En ocasiones será porque quiere descubrirnos la pobre confianza que tenemos en Él, otras veces será para que descubramos nuestra fragilidad y la necesidad de aprender a vivir bajo su protección o de acudir a pedirle ayuda.

Después de que lo despertaran y que calmara el viento y las aguas, se dirigió a los discípulos con un tono de reproche: “¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?” Quizás es lo que quiere ayudar Jesús. Que se den cuenta de su falta de fe y cuál es el remedio: abrir el corazón a Cristo y entonces cesará el viento y vendrá una gran calma. Tenemos en esas situaciones que abandonarnos y repetir con el salmista: Tú “que afianzas los montes con tu fuerza, ceñido de poder; tú que reprimes el estruendo del mar, el estruendo de las olas y el tumulto de los pueblos” (Salmo 64), “dichoso el hombre que pone en el Señor su confianza” (Sal 40). En palabras del Papa Francisco, “poco a poco hay que permitir que la alegría de la fe comience a despertarse, como una secreta, pero firme confianza, aun en medio de las peores angustias» (Exhortación apostólica Evangelii gaudium, 6). Todas esas tormentas pasarán. Dios ha puesto al mal ese límite, a la fuerza del oleaje, hasta aquí llegarás y no pasarás; aquí se romperá la arrogancia de tus olas (cf. Job 38, 11-12).

María, Auxilio de los cristianos y refugio de los pecadores, afianza nuestra confianza en el amor providente de tu Hijo y poder, que con sólo mandar a viento “¡Silencio, cállate!” se hace la calma en nuestras vidas.