Hoy el Señor se refiere en el texto del Evangelio a ese universo interior que llevamos camuflado: los pensamientos y los deseos. Todos somos capaces de mostrar una falsa alegría exterior, mientras llevamos el luto guardado en el pecho. Somos así, dispuestos siempre al camuflaje. Pero el Señor pide unidad en el ser humano, sobre todo por salud, para que no nos hagamos daño, porque el hombre dividido interiormente se va pudriendo sin enterarse. Ya decía el bueno de Oscar Wilde que quien lleva una doble vida tendrá que morir dos veces. El fingimiento hace sufrir mucho a quien lo padece. Eso me decía hace años una persona arrepentida, “écheme una mano, padre, porque no sólo me estoy apartando de Dios, es que me estoy apartando de mí mismo, no me reconozco”. Y cuando uno no sabe quién es, ya no tiene apoyatura, ni crece, ni vive, sólo padece.

Hay unas palabras que debería aprenderme de memoria, las he leído recientemente citadas en un libro de espiritualidad. Pertenecen a un filósofo y teólogo del Renacimiento, Nicolás de Cusa. He de reconocer que habría que releerlas varias veces hasta dar con su pleno significado. “Cuando reposo en el silencio de la contemplación, tú Señor, en mi corazón me respondes diciendo: sé tuyo, y yo también seré tuyo”. Sé tuyo… cuánta verdad hay en esta declaración. No te pierdas en pedazos, busca ese “yo” que Dios te regaló dándote la vida. Como dice un amigo psiquiatra: sé el sujeto de ti mismo, no el objeto de tus ansiedades. Por cierto, en el ritual del bautismo hay un apartado importantísimo que muchas veces pasa inadvertido, y tiene un significado muy preciso: la unción con el santo crisma, que nos marca para siempre en un estado de filiación divina. Somos dignos y somos libres porque venimos de Dios. El sacerdote impregna con el óleo bendecido el cuerpo del bautizado, y es como si le dijera: desde ahora nadie puede servirse de ti ni abusar de ti, perteneces a Dios, y eso significa ser verdaderamente libre, no te corrompas, no te dividas, no te dejes maltratar ni por ti mismo, busca quién eres y deja que Dios te encuentre.

Por eso Jesús dice hoy que quien mira a una mujer deseándola, ya ha cometido con ella adulterio en su corazón. El Señor se pasó su vida en la tierra pidiendo al Padre unidad, unidad entre los seres humanos, pero también unidad en el seno de cada uno. Las tres preguntas que dirigió a Pedro, ¿Pedro, me amas?, eran la misma frase dirigida cada vez más al centro del corazón del apóstol, ¿tienes verdaderamente un corazón indiviso para mí? Ningún enamorado quiere un pedazo de corazón. Los novios, en el día de su matrimonio, se atreven a decir públicamente que no hay vuelta atrás. Es una locura, pero en esas frases que se dicen, resuena su condición de hijos de un Dios que ha puesto su corazón entero entre nosotros.

Es fácil fingir, pero insano. Resulta atractivo cambiar a cada poco una máscara por otra, pero así sólo logramos terminar la vida sin saber quiénes somos. Qué bien se entiende entonces el mandamiento primero: amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas, con todo tu ser. Porque sólo entregándose del todo, se obtiene la verdadera salud a la que el hombre aspira.