Miércoles 24-7-2024, XVI del Tiempo Ordinario (Mt 13,1-9)

«Aquel día salió Jesús de casa y se sentó junto al mar». Cafarnaúm, la ciudad donde Jesús pasó los años de vida pública, tiene una panorámica espléndida sobre el Mar de Galilea. Hoy incluso sabemos que su casa –la casa de Pedro, donde él habitaba– estaba casi en primera línea de playa. El escenario no podía ser más provocador: un alto cielo azul, abierto y luminoso; un ancho mar a sus pies, bañando todo de paz y frescor; colinas de hierba verde y suave a su alrededor. Todo habla de vida, y Jesús les habla de la Vida verdadera, la que viene de su Padre, Dios. «Y acudió a él tanta gente que tuvo que subirse a una barca; se sentó y toda la gente se quedó de pie en la orilla. Les habló muchas cosas en parábolas». Métete en la escena como un personaje más. Atraviesa la multitud, quédate en primera fila al borde de la orilla, abre los oídos del alma y escucha a Jesús.

«Salió el sembrador a sembrar». Sorprendente, Jesús no habla a aquellas gentes de redes y peces, ni de mares y barcas. De eso sí que sabían aquellos pescadores. Sin embargo, en esta ocasión, les habla de semillas, tierras y campos. ¿Por qué? ¿No lo habrían comprendido mejor? Esta de la semilla es, probablemente, la imagen preferida de Jesús para sus parábolas. Nos habla de uno que trabaja sin cansarse, el sembrador; y de unas semillas que somos cada uno de nosotros. «Jesús es el sembrador. Y, por medio de los cristianos, prosigue su siembra divina. Cristo aprieta el trigo en sus manos llagadas, lo empapa con su sangre, lo limpia, lo purifica y lo arroja en el surco, que es el mundo. Echa los granos uno a uno, para que cada cristiano, en su propio ambiente, dé testimonio del Señor» (San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 157). Somos semillas tomadas en las manos del Sembrador, bendecidas con su amor, lanzadas a todos los campos del mundo y enterradas para dar fruto. «Si estamos en las manos de Cristo, debemos impregnarnos de su Sangre redentora, dejarnos lanzar a voleo, aceptar nuestra vida tal y como Dios la quiere. Y convencernos de que, para fructificar, la semilla ha de enterrarse y morir» (ibid.).

«El que tenga oídos, que oiga». No valen unos oídos cualesquiera para escuchar las parábolas. Los oídos soberbios, necios, superficiales, embotados… escuchan sin comprender. Las parábolas son para todos, pero no las puede entender cualquiera. Antes es necesario convertir el corazón y aceptar humildemente la corrección del Señor. Años más tarde, siguiendo la misma imagen de la semilla, dirá el apóstol Santiago: «acoged con docilidad esa palabra, que ha sido plantada en vosotros y es capaz de salvar vuestras vidas» (St 1,21). Son esos los oídos «del que escucha la palabra y la entiende» (Mt 13,23). Pídele hoy al Señor esos oídos para oír, ese corazón atento y dócil. «No perdamos nunca de vista que no hay fruto, si antes no hay siembra: es preciso –por tanto– esparcir generosamente la Palabra de Dios, hacer que los hombres conozcan a Cristo y que, conociéndole, tengan hambre de Él» (San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 157).