Hoy contemplamos en la Liturgia el mismo evangelio de ayer. ¡Coincidencias de este Adviento! Seguro que es para atender mejor a lo que nos presenta el Señor con su Palabra. En el evangelio de la Visitación, contemplamos a María como portadora del Rey de las naciones, aquel que une lo que está dividido, que viene a sanar y reconciliar. María no solo lleva a Cristo en su vientre, sino que su visita a Isabel es signo de la acción salvadora y unificadora de Dios: dos mujeres se encuentran, dos vidas se tocan, y la alegría desborda porque la promesa de Dios está viva y activa.
La antífona de hoy proclama: “Oh Rey de las naciones y Deseado de los pueblos, piedra angular de la Iglesia: ven y salva al hombre que formaste del barro”. Cristo es el Rey que viene a unir, no con un poder opresivo, sino con un amor que da vida. María e Isabel, junto con los hijos que llevan en su seno, simbolizan la humanidad reconciliada: la anciana y la joven, el tiempo antiguo y lo nuevo que comienza. Cristo es la piedra angular que sostiene y da sentido a la historia, uniendo lo que estaba fragmentado.
Aquí resuena el Salmo 79 que proclamamos en la Eucaristía de este IV Domingo de Adviento, donde el salmista clama: “Ven a visitar tu viña”, refiriéndose al pueblo de Israel, a la humanidad herida que necesita ser cuidada, restaurada y salvada. En María, Dios mismo visita su viña, su pueblo amado, de una manera definitiva: Cristo viene a salvarnos. María es la viña fecunda que responde a Dios con su “sí”, permitiendo que el Rey esperado nazca y traiga vida.
El salmo continúa: “Que tu mano proteja a tu escogido”. En Jesús, Dios ha enviado a su “escogido”, al Hijo del Hombre fortalecido, quien con su poder y amor nos rescata de la división, de la soledad y del pecado. La súplica del salmista –“Ven a salvarnos”– se cumple plenamente en la llegada de Cristo, Rey de las naciones.
Este pasaje también nos interpela en nuestro día a día. ¿Cuántas veces vivimos en división interior, en conflictos con los demás, en una humanidad herida y fragmentada? Cristo viene como Rey de paz, como el Deseado que une lo disperso y reconstruye lo roto. María nos enseña que la verdadera alegría surge cuando acogemos al Rey de las naciones en nuestra vida y nos ponemos en camino hacia los demás, llevando consuelo y reconciliación.
Isabel exclama: “¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre!”. Esa bendición no solo celebra la presencia de Cristo, sino la fe activa y generosa de María, que se convierte en instrumento del plan de Dios. También nosotros, en nuestras relaciones diarias, estamos llamados a ser constructores de unidad y testigos del Rey que salva.
¿Dónde necesito la paz y la reconciliación de Cristo en mi vida? ¿En qué situaciones puedo ser instrumento de su amor y su unidad? Clamemos juntos con el salmista: “Pastor de Israel, despierta tu poder y ven a salvarnos”, porque Cristo, el Rey de las naciones, viene a restaurar lo que está roto, a unir lo disperso y a darnos vida nueva. Que, como María, llevemos a los demás la presencia del que es nuestra verdadera paz.